sábado, 24 de julio de 2010

Algunas consideraciones..




1-Vivir sin sociedad.
2-
De la forma de la sociedad depende el bien o el mal de las almas.
3-No faltar al deber.
4-
El primado de lo práctico enturbia la fe .

Fuente y envío: + El brigante + elbriganteblog@gmail.com .

1-Vivir sin sociedad .

Decía Marcel De Corte que “todavía nos da la impresión de estar viviendo en una sociedad. Nada de eso. Nos hemos establecido en una sociedad al revés, en una disociedad”. Una disociedad que se dedica precisa y específicamente a destruir no ya el bien común, sino la misma constitución orgánica de la sociedad, instrumento necesario para el logro del bien común.



La sociedad al revés o di-sociedad que padecemos y que ocupa materialmente el “lugar” de la sociedad, tiene como objetivo prioritario destruir las comunidades naturales y “seminaturales” (familia, gremios, corporaciones regionales y locales, pero también “lugares simbólicos” como el bien común acumulado y la historia compartida).



La vía que se utiliza para la destrucción de los cuerpos que conforman una sociedad no es la de la eliminación directa, sino la de la desnaturalización: de la familia, del trabajo, de las corporaciones, de la idea de bien común, del pasado, convertido en memoria histórica ideológica, y sobre todo de la des-educación dirigida desde el gobierno.



La destrucción de las comunidades naturales y, por esa vía, de las personas que componen la sociedad, asegura que los fragmentos disociados que de la vieja sociedad puedan subsistir no tengan capacidad de reaccionar saludablemente emprendiendo la única oposición concebible en ese contexto: la lucha por revitalizar la sociedad y por destruir, aniquilar, la disociedad.



El liberalismo político y doctrinal ha sido históricamente el caballo de Troya utilizado por la disociedad para infectar las mentalidades católicas, inoculando en ellas el virus paralizante que induce a los católicos a pensar que pueden ser a un tiempo piadosos hijos de la Iglesia y respetuosos con quienes aspiran a arruinar la forma natural de vida en común.



Pero eso fue hace ya demasiado tiempo.Durante estos últimos siglos se ha librado un hercúleo combate en el que se ha ido invirtiendo la tendencia civilizadora cristiana y en los que hemos ido viendo cómo la doctrina política católica era progresivamente forzada a un repliegue, para luego llegar virtualmente a ser erradicada hasta de las conciencias de los católicos.



No podemos, por lo tanto, hacer hoy los mismos análisis políticos que hace doscientos años, y ni siquiera los de hace ochenta. Los principios doctrinales e ideológicos en pugna son los mismos que entonces, pero el reparto de fuerzas es estremecedoramente diverso.



Hoy, una organización pública (no política verdaderamente) ha ocupado ya totalmente el lugar de la sociedad política. Hoy no existe comunidad política, y los elementos materiales de policía que conserva esta disociedad no deben llamarnos a engaño. Hay una disociedad que ha vampirizado hasta suplantarla a la sociedad histórica.



Lo que no han podido cambiar es la naturaleza humana. Sin embargo, en los gobernantes y en la inmensa mayoría de los así gobernados, esa invariable naturaleza queda silenciada por el adoctrinamiento, y el embotamiento de los sentidos operado por la mentalidad televisiva, la ideologización de la educación y la nueva censura al revés.



No cabe, por tanto, replegarse pensando que la naturaleza sigue siendo la misma tal cual la hizo Dios y que por tanto este régimen de cosas no puede durar. No sabemos cuánto más le permitirá Dios durar, pero nada impide que mientras se agota –años, decenios, o quién sabe cuánto tiempo– logre asfixiar la vida moral de casi todos. De hecho, como en todos los demás terrenos de la vida moral, el mal no puede existir más que como caricatura grotesca del bien. Por eso hablamos de di-sociedad y no de la anarquía total, que es inasequible al hombre. El hombre pervertido necesita crear un simulacro de orden, un “desorden organizado”, para llevar a cabo sus delirios. La disociedad llama orden público a garantizar la tranquilidad en la imposición del más terrible desorden, llama bien común a la negación de la virtud objetiva y al aseguramiento de que cualquier aberración pueda llevarse a la práctica sin obstáculo; llama delincuentes –los incluye en el código penal- a los que advierten públicamente y pretenden impedir la iniquidad de los comportamientos inmorales que destruyen la vida en común. La disociedad plagia a la sociedad. La plagia en el sentido de copiar su apariencia, con el fin de plagiarla también en la primera acepción de la voz plagiar, la de su etimología: reducir a esclavitud a un hombre libre.
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2-De la forma de la sociedad depende el bien o el


mal de las almas.

Es casi natural que cunda el desánimo entre quienes observan con amargura, y aún son tantos, el vertiginoso deterioro de la vida en común, sin llegar sin embargo a advertir la envergadura de la operación que ha tenido lugar. No se trata de que la sociedad padezca un tabardillo, sino de que la sociedad ha muerto y su lugar lo ocupa quien la asesinó y sustrajo el cadáver. Subsiste, todavía, el bien común acumulado, como apremio y esperanza para una futura “resurrección” social, pero si seguimos llamando “sociedad” a lo que se ha impuesto, nos obstinaremos en no querer ver la realidad, dificultaremos el cumplimento de nuestro deber y además habremos envilecido una noble palabra donde las haya.



Sin identificar la dinámica de la revolución constituida –de la disociedad o sociedad al revés– la esterilidad se apoderará cada vez más de los pocos católicos que, aparte de lamentarse en privado, desean trabajar por recomponer el orden. No sólo eso: el mayor óbice para esa ceguera ante la revolución es la “herejía social”, aunque sólo sea material. El abandono, la ignorancia crasa, de los fundamentos de la doctrina política católica. Aunque en la mayor parte se da de forma no culpable, eso no impide el cumplimiento fatal de las consecuencias de esa apostasía política, la principal de las cuales es la pérdida de la fe en las generaciones nacidas en tal ambiente, y a la que le sigue también el envilecimiento “del sujeto católico”, cada vez más indiscernible en su inconsistencia de la generalidad de las nuevas generaciones de esta disociedad.



Para atisbar, al menos, la hondura de la doctrina política católica, baste recordar unas palabras de Pío XII:“De la forma que se dé a la sociedad, de que la sociedad esté o no conforme con las leyes divinas, depende y se deriva el bien o el mal de las almas, es decir, el hecho de que los hombres, llamados todos a ser vivificados por la gracia de Cristo, respiren en las contingencias terrestres del curso de la vida el aire sano y vivificante de la verdad y de las virtudes morales o, por el contrario, el morboso y a menudo mortal microbio del error y de la depravación” (11-VI-1941).



Una sociedad puede estar vivificada plenamente por “el aire sano de la verdad y de las virtudes morales” o bien alejarse enrareciendo el ambiente mediante el bastardeo de la verdad con el error, tal como ha sucedido en diversos grados en casi todas las épocas. Lo que en algunos momentos terribles sucede, como ahora, es que los gobiernos persigan con saña la verdad y las virtudes y conserven tan sólo un esqueleto organizativo, una simulación de sociedad con el objeto deliberado de crear un ambiente controlado en el que quepan todos los microbios del error y la depravación y se extirpen las simientes que producen la verdad social.



Como decía Pío XII “de la forma que se dé a la sociedad” depende socialmente “el bien o el mal de las almas”. Cuando, como hoy, una disociedad tergiversa esa misión, el resultado es un mal profundo para las almas, tanto en el plano sobrenatural como en el natural. Ese es un factor que no depende de la acción de los “agentes sociales”, es decir, de los cristianos aislados, sino que pertenece en exclusiva al poder político. Es decir, de entrada, debemos reconocer que mientras no reviva la sociedad (y no lo hará, salvo milagro, sino invirtiendo los procesos que la liquidaron), el panorama inevitable es el del “mal de las almas”. Un mal que nos abarca y nos afecta a todos, también a los que por misericordia de Dios no nos arrastra hasta la apostasía. Nosotros también nos vemos privados, nuestras almas, de un bien que necesitamos, y se nos dificulta enormemente la misma la vida cristiana.



Fíjense bien los “catoliberales”: estos males de los que hablo, que nos quebrantan también el alma, son males políticos, terrestres y rupestres.

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3-No faltar al deber.


Dadas las circunstancias, el objeto de la acción política de los católicos será en primer lugar el estudio y transmisión de la doctrina política de la Iglesia, así como su aplicación a nuestras propias vidas en la medida que resulte posible. Desafiando las previsibles muecas de decepción de los liberales y democristianos de diversas familias, insisto en que nada hay más urgente ni más "eficaz" que el (re)descubrimiento de esa doctrina y de su inesperada amplitud, de su valor regenerador de los organismos elementales y basilares de toda sociedad futura. Habrá muchas más cosas que hacer, pero todas pasarán por este punto y no podrá obviarse.

Nuestra ambición no puede ser otra que la llamada situación de tesis, es decir, el reinado práctico de Cristo sobre la sociedad política. Es irrenunciable. Pero de entrada, esa aspiración nos exige mortificar todo pelagianismo activista. Eso no quiere decir que no haya de actuarse y hasta edificar y crear socialmente, más bien al contrario. Hay una acción hecha con la paz del abandono a la Providencia y con la fiera fidelidad a los deberes de estado, que produce obras admirables. El cristiano, en toda situación, trabaja por "obediencia", por "vocación", porque está obligado íntimamente, y no con la falsa ingenuidad del que pone su esperanza en el resultado de sus quehaceres. Es la disciplina del que cumple con sus deberes, al modo como dice Doña Jerónima a su esposo Mañara en el drama de Milosz: "no descuido ninguna de mis obligaciones". Resulta grotesco que algunos todavía nos sigan agitando ante la cara el espantajo de que debemos sumarnos a pintorescas iniciativas "católicas" para conseguir no se sabe qué objetivos, el primero de los cuales --el único cierto-- resulta siempre la confusión de los católicos así instrumentalizados.

Es una labor importantísima la de comprender --o la de caer en la cuenta si se había comprendido-- que hay una felicidad relativa, un bienestar, y unos bienes morales, como dice Pío XII, que dependen de la orientación y constitución de la sociedad. Estos bienes, que conforman el bien común, son los específicos de la política y no se pueden suplir por una ridícula función de Pepito Grillo adoptada por los católicos. Hemos de trabajar, en paz de Dios, en milicia de Dios, por la restauración de su reino político, y hemos de orar cotidianamente por nuestros conciudadanos, por esa restauración, pero también por la desamparada situación espiritual en la que, mientras tanto, queda la gran mayoría. Pero eso implica una gran dosis de realismo y significa reconocer que nosotros no podemos suplir, no suplimos, esa deficiencia.

Es importante tener presente que mientras no se restaure el orden cristiano, las almas de la inmensa mayoría no podrán beneficiarse de su vivificante efecto y quedarán --salvo milagro-- arrumbadas en los ribazos de la historia.

Ese dolor y esa conciencia de nuestra poquedad, pesan en el alma espoleándonos doblemente en nuestra dedicación a la militancia católica. Hay, sin embargo, una posibilidad que sí está a nuestro alcance y consiste en el aprendizaje y la adquisición de la virtud de la justicia general. Está en la naturaleza de las cosas que cada uno de los miembros de la sociedad participe en la consecución del bien común. Tan profunda es esa exigencia que cuando --como ahora-- nos encontramos en una situación en la que objetivamente se hace imposible el bien común temporal, no por eso nuestra naturaleza deja de exigirnos que adquiramos esas virtudes políticas, aparentemente inviables. La ardua adquisición de esa virtud política no sólo significa la mayor plenitud humana, la mayor consistencia intelectual y moral, sino que es el medio que permite vigorizar las escasas células sociales que todavía pueden subsistir en un cadáver político, en una disociedad: principalmente la familia y las modestas obras que precariamente pongamos en pie.
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4-El primado de lo práctico enturbia la fe .



Dice Romano Amerio:


“Hemos de actuar como si todo dependiera sólo de nosotros y debemos orar como si todo dependiese sólo de Dios”: es falso. Es una de esas fórmulas que tanto agradan hoy por el gusto de lo mordaz. Ninguna regla moral es válida si se funda en un supuesto falso. He aquí que es falso que todo dependa de nosotros, porque Dios existe y obra en nuestro destino. Además es falso porque, además de Dios, existimos nosotros y existen los demás.(Zibaldone. Pensiero 52).



Añade el brigante:


No creo que el erudito Amerio ignorase la general atribución de la frase que impugna. Comunmente es tenida por obra de San Ignacio. No lo es. A cada uno, lo suyo. El santo, condiocesano mío, decía cosas diferentes, como por ejemplo “Dios nuestro Señor me ha enseñado que en las cosas de su servicio tengo de tomar todos los medios honestos y posibles, pero de tal manera que no ha de estribar mi esperança en los medios que tomare, sino en el Señor por quien se toman” (Rivadeneira, Vita Ignatii Loiolae). Digamos que no se metía en los berenjenales en los que se empantanan algunos de sus discípulos, aunque hacía unos deslindes un tanto peligrosos.



Otros jesuitas, como el español Gracián y el húngaro Hevenesi, agudizaron las deficiencias en la expresión del santo. El primero, en su Oráculo manual y arte de prudencia es ya bien jesuítico:
“Hanse de procurar los medios humanos como si no hubiese divinos y los divinos, como si no hubiese humanos”.



Tal viene a ser la sentencia de fustiga Amerio y con toda razón. Henevesi S.I. dirá lo mismo, aunque al revés (“Sic Deo fide quasi rerum succesus omnis a te, nihil a Deo penderet…).



La intuición ameriana es fulgurante, preñada de enjundia: no se puede establecer una regla recta de conducta fundada en una falsedad. En ninguna falsedad, pero menos todavía en la más impía de las patrañas: etsi Deus non daretur (en castizo: “pongamos que Dios no existe”). No, no podemos hacer el bien tomando como hipótesis una mentira. No vamos a suponer que Dios no pone los medios suyos, ni que no se anticipa incluso a nuestros buenos deseos, ni vamos a prescindir de que existe Dios a la hora de actuar. Ni tampoco vamos a “recuperar” nuestra condición de cristianos en un segundo momento, después de habernos batido el cuero como si todo dependiera de nosotros dejando en las manos de Dios –entonces sí– el resultado de nuestros esfuerzos. No es la visión católica del concurso entre la libertad humana y la omnipotencia de Dios y las más audaces hazañas del cristianismo son ajenas a tales alambiques.
No estamos, como muchos desearían, ante una paradoja, una de tantas como encierra el cristianismo. Estamos ante una falacia. Emparentada con el piadoso intento de Grocio de buscar una ley natural y un ius gentium, “como si Dios no existiese”, vamos, como forma práctica de salir al paso de algunos problemillas bastante engallados ya para entonces.



El etsi Deus non daretur, ya sea en Grocio, en Bonhoeffer, o en Gracián (en derecho, en teología o en la vida espiritual y moral) es una respuesta voluntarista y nerviosa que no evita delatar su origen: un miedo inicial a no poder sustentar la necesaria acción sobre las convicciones de uno.
Por muy pías que sean las intenciones, esta formulación huele a muerto, a cosa agnóstica y sin vida. Huele al cadáver que quiere encubrir, sin lograrlo: la flojera de la fe.



Volviendo a la sentencia que Amerio critica: ha sido y es popularísima entre piadosos predicadores y devota gente, por lo demás nada criticables. Tiene algo típico de la modernidad: la preocupación por la receta. Es una receta práctica. Es como si nos estuvieran diciendo: “Vale, es pésima Teología, pero funciona y de lo que se trata es de que funcione. De cosas sencillitas y que funcionen. La Teología… ¡hay tantas opiniones en Teología! Mientras tanto, vamos haciendo”.



Esa primacía de lo práctico ha hecho opaca la fe para tantos…
Y cuando, como ahora, faltan los andamiajes sociales y espirituales que permitían, mal que bien, una cierta vigencia a esa lastimera devaluación del “mucha receta y poca doctrina”, se demuestra aún más a las claras que el primado de lo práctico es muy poco práctico.



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[Estribo brigante:

De aquel piadoso voluntarismo gracianesco al tan extendido hoy de “condúcete en tu vida religiosa como si no hubiera crisis en la Iglesia” –etsi crisis non daretur –, no hay mucho trecho. Ni aquel voluntarismo valió, ni vale ahora este. Resultan muy poco prácticos. Además.]


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