miércoles, 15 de octubre de 2008

Cacique suelto


Por Guillermo Zuviría

Andando por Animaná, pequeño poblado del valle Calchaquí que se formó en las proximidades de la finca y bodega que llevan ese nombre, fuime una noche a visitar a mi tío Ramón Zuviría que allí pasa algunos días cuando quiere escapar de su casa, vieja costumbre esta bastante sabia y saludable por cierto.
Animaná es un pueblo sin pretensiones, sencillo y humildón, de calles amplias con arena suave que apaga los ruidos estridentes y acaricia los pies descalzos que en los veranos buscan su frescura en las noches estrelladas, de grandes lunas que alumbran las pocas calles que tiene. Allí, en una pequeña y cómoda casita se refugia mi viejo tío, el que esperaba nuestra anunciada visita con unas copitas de anís Turco, el que nunca había probado en mi vida, y un vino local. – ¡Tengo vino del bueno y del malo!, ¿de cual quieren?- nos decía, y fue obvia la respuesta.
Y así empezamos nuestra charla, tranquila, en medio de sus recuerdos más fuertes y lejanos.
- A vos el calor de Tucumán no te golpea tanto por que estuviste viviendo en la zona de Orán alrededor del año 1920- le dije.
- Si, pero eran duros aquellos tiempos, sin electricidad, con víboras, yacarés, arañas y yaguaretés, que podíamos encontrar no muy lejos de nuestro campamento, amén de mosquitos, zancudos, tábanos, y rodeados de indios.
Yo estaba al frente de unos seiscientos indios para desmontar El Milagro, un lote de un kilómetro de frente por diez de profundidad. Trabajábamos con los tobas y chaguancos, los que eran muy limpios por que les gustaba mucho el agua, bañándose todos los días en el río, por supuesto que desnudos, donde eran unos eximios pescadores, o en algunas de las acequias de agua turbia pero limpia que corrían cerca de sus toldos; también trabajaban con nosotros los curupíes y los matacos. En esa época no se conocía a la tribu de los wichis, que aparecieron con el turismo y la fabricación de patitos de madera. Luego aquellos regresaban a sus pagos de origen cuando terminaban su contrato y se les había pagado.
Llegaban hasta el ingenio desde la zona de Capitán Pagés y los Blancos, donde los embarcaban en tren, vía Pichanal. Por lo general venía el cacique acompañado de su tribu, pero en algunos casos llegaban también algunos caciques solos, sin tribu, que lo llamábamos “cacique suelto”. Recuerdo el caso del “cacique suelto” Escoba, que llegó bastante después que otro cacique llamado Leiva, quién había venido a trabajar con su tribu al ingenio. Ambos habían tenido algún entredicho mucho antes de su arribo.
El hecho es que encontrándose un día en el medio del monte, solos, Leiva fue recriminado por Escoba a raíz de esa vieja cuenta pendiente y sin llegar a ningún acuerdo en esas primitivas inteligencias, ni titubear un segundo, se enfrentaron en un prolongado y agotador duelo a cuchillo del que solo eran testigos algunos pájaros silvestres que volaron del lugar. Allí Leiva recibió cortes y puntazos en el cuerpo por donde perdía bastante sangre, salvando su vida gracias a su habilidad para poner distancia de su agresor.
Luego se escucharon unos disparos provenientes del campamento, era el almacenero que quería alertarme de la trifulca que se estaba armando en los toldos, por que toda la tribu de Leiva se había lanzado en búsqueda de Escoba, para vengar a su cacique, y había sido encontrado no muy lejos de allí en la espesura del monte, y fue conducido de regreso a sus toldos sujetado por dos indios de la tribu. Mientras esto último sucedía, Leiva viniendo desde atrás de ellos le clavó su cuchillo en los dos riñones provocándole una lenta y terrible muerte.
Luego de ello siguieron con el ritual de quemar su cuerpo, colocándolo entonces sobre una pira de leña y cubierto por más leña encima, la que prendieron fuego rociándola con abundante kerosene, comprometiéndolo a Ramón para que lo acompañara en esa ceremonia.
Mucho tiempo después llegó una partida de policía, que al encontrarme en el camino me interrogó sobre este primitivo hecho, respondiéndoles: -¡vayan a preguntarles a los indios!- Se pegaron la vuelta sin averiguar nada más del asunto. Estábamos alejados del mundo civilizado, y el peso de las costumbres, el salvajismo y la irresponsabilidad del número de sus miembros, primaba sobradamente sobre toda razón. El cacique imponía su ley en un territorio poco conocido y lejos de ser controlado totalmente por el blanco.
En su mezcla de creencias, entre lo ignoto y lo espiritual, me pidieron que les trajera un cura porque el alma del “cacique suelto” andaba suelta, asustándolos de noche, y la cosa se calmó recién cuando apareció el cura párroco en el campamento. ¿Cómo habrá sido su tarea?
Volvimos nosotros más tarde por el silencio de la noche de Animaná y la penumbra de sus calles, caminando de regreso a la casa de Alberto Rivas donde nos alojábamos, pero mirando por las dudas detrás y en la sombra de cada árbol, para descubrir la figura desconocida de aquel “cacique suelto”.

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