jueves, 23 de septiembre de 2010

ESPACIO CULTURAL, LITARARIO Y FILOSÓFICO…Nro 004-


ESPACIO CULTURAL, LITARARIO Y FILOSÓFICO…Nro 004-


TÍTULOS:


1- PULGARCITO.
Por: DR. JORGE ARMANDO DRAGONE.
Envío del autor.
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2-UNA VISIÓN ANTROPOLÓGICA DEL ABORTO
Por: JULIÁN MARÍAS.
Envío del DR. JORGE ARMANDO DRAGONE.
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3-UNA HISTORIA QUE MUESTRA QUE NO ES CASUALIDAD LO QUE NOS PASA!!
-La triste y verdadera historia del Dr. Mayer y su suegra desalmada-
Por Omar López Mato
Envío de Alberto Botta.
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CONTENIDOS DE LOS TÍTULOS:

1- PULGARCITO.
Por: DR. JORGE ARMANDO DRAGONE.
Envío del autor.

“…habrá quien diga que, al principio de todo, dos o tres días después de la fecundación, sólo hay un pequeño amasijo de células. ¡Qué digo! Al principio se trata de una sola célula, la que proviene de la unión del óvulo y del espermatozoide. Ciertamente, las células se multiplican activamente, pero esa pequeña mora que anida en la pared del útero, ¿es ya diferente de su madre? Claro que sí, ya tiene su propia individualidad y, lo que es a duras penas creíble, ya es capaz de dar órdenes al organismo de su madre”.
“Este minúsculo embrión, al sexto o séptimo día, con tan sólo un milímetro y medio de tamaño, toma inmediatamente el mando de las operaciones. Es él, y sólo él, quien detiene la menstruación de su madre, produciendo una nueva sustancia que obliga al cuerpo amarillo del ovario a ponerse en marcha”.
“Tan pequeñito como es, es él quien, por una orden química, fuerza a su madre a conservar su protección. Ya hace de ella lo que quiere, ¡y Dios sabe que no se privará de ello en los años siguientes!”
“A los quince días del primer retraso en la regla, es decir a la edad real de un mes, ya que la fecundación tuvo lugar quince días antes, el ser humano mide cuatro milímetros y medio. Su minúsculo corazón late desde hace ya una semana; sus brazos, sus piernas, su cabeza, su cerebro, ya están formándose”.
“El increíble Pulgarcito, el hombre más pequeño que un pulgar, existe de verdad; no se trata del Pulgarcito del cuento, sino del que hemos sido cada uno de nosotros”.
“¿Pero a nuestro Pulgarcito de dos meses ya le funciona el sistema nervioso? Claro que sí: si su labio superior se roza con un cabello, mueve los brazos, el cuerpo y la cabeza en un movimiento de huída”.
“Entonces, ¿para qué discutir? ¿Por qué cuestionarse si estos hombrecitos existen de verdad? ¿Por qué racionalizar y fingir creer, como si uno fuese un bacteriólogo ilustre, que el sistema nervioso no existe antes de los cinco meses? Cada día, la Ciencia nos descubre un poco más las maravillas de la vida oculta, de ese mundo bullicioso de la vida de los hombres minúsculos, aún más asombroso que los cuentos para niños. Porque los cuentos se inventaron partiendo de una historia verdadera; y si las aventuras de Pulgarcito han encantado a la infancia, es porque todos los niños, todos los adultos que somos ahora, fuimos un día un Pulgarcito en el seno de nuestras madres”.
Este es un extracto de un escrito del Profesor Jérome Lejeune, médico genetista francés, considerado como uno de los padres de la genética moderna.
Jérome Lejeune nació en 1926 en Montrouge, cerca de París, y murió el 3 de abril de 1994. Estudió Medicina y en 1952, como investigador y director del CNRS, se convirtió en experto internacional de Francia en radiaciones atómicas.
En julio de 1958, cuando tenía 32 años de edad, estudiando los cromosomas de un niño con síndrome de Down, descubrió la existencia de un cromosoma de más en el par 21. O sea, su descubrimiento permitió saber que el denominado “mongolismo” no es, como se consideraba hasta entonces, una “degeneración racial”, sino que se debe a una anomalía cromosómica: la trisomía 21.
Como primer profesor de Genética Fundamental de la Facultad de Medicina de París y Jefe de la Unidad de Citogenética del Hospital Necker-Enfants Malades de la capital de Francia, estudió más de 30.000 expedientes cromosómicos y trató más de 9.000 pacientes afectados de diversas enfermedades mentales, buscando su posible relación con anomalías genéticas.


En 1974, ingresó en la Academia Pontificia de Ciencias.
En 1981, en la Academia de Ciencias Morales y Políticas.
En 1983, en la Academia Nacional de Medicina.
En 1994, fue designado Primer Presidente Vitalicio de la Academia Pontificia para la Vida.
En 1962 recibió el Premio Kennedy.
En 1969, el William Allen Memorial Award.
En 1993, el Premio Griffuel, por sus trabajos sobre las anomalías cromosómicas en el cáncer.


En 1970, se opuso terminantemente al proyecto de ley de aborto eugenésico en Francia. Participó en una reunión realizada en la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York, en la que se trataba de justificar la legalización del aborto. En esa ocasión, refiriéndose a la OMS, dijo lo siguiente: “he aquí una institución para la salud que se ha transformado en una institución para la muerte”. El mismo día escribió estas palabras a su esposa y a su hija: “Hoy me he jugado mi Premio Nóbel”. Por sus antecedentes, era el candidato número uno para recibir dicho Premio.


Pero recibir el Nóbel no constituía su principal preocupación. Lo que más lo preocupaba, lo que realmente lo desesperaba, era la postura de algunos de sus contemporáneos: eliminar a los enfermos que los médicos eran incapaces de curar. Lo angustiaba la posibilidad de que sus descubrimientos fueran utilizados para detectar precozmente, en el seno materno, a los niños afectados de Trisomía 21 y, sobre esa base, suprimirlos.


Su postura a favor de la vida fue inclaudicable. Rechazó, basándose en argumentos científicos, antropológicos y éticos, no solamente el crimen del aborto sino el concepto ideológico, sin base científica alguna, de “pre-embrión”.
Murió el 3 de abril de 1994, Domingo de Pascua. El 26 de febrero de ese mismo año, ya en su lecho de muerte, había recibido el nombramiento de Presidente de la Pontificia Academia para la Vida. En la XIII Asamblea General de dicha Academia, realizada el 25 de febrero del 2007, se anunció que el actual Arzobispo de París, Monseñor André Vingt-Trois, había designado al Padre Jean Charles Naud, prior de la Abadía de Saint Wandrille, postulador de la causa de beatificación de Jérome Lejeune.


Poco antes de morir expresó con tristeza, refiriéndose a sus “Pulgarcitos”: “Yo era el médico que debía curarlos y me voy. Tengo la impresión de abandonarlos”.

DR. JORGE ARMANDO DRAGONE.


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2-UNA VISIÓN ANTROPOLÓGICA DEL ABORTO
Por: JULIÁN MARÍAS.
Envío del DR. JORGE ARMANDO DRAGONE.



La espinosa cuestión del aborto voluntario, que en los últimos años ha adquirido una amplitud desconocida, hasta convertirse en una de las cuestiones más apremiantes en las sociedades occidentales, se puede plantear de maneras muy diversas. Entre los que consideran la inconveniencia o ilicitud del aborto, el planteamiento más frecuente es el religioso. Por supuesto, es una perspectiva justificada y aceptable, pero restringida. Se suele responder que, para los cristianos (a veces, de manera más estrecha, para los católicos), el aborto puede ser ilícito, pero que no se puede imponer a una sociedad entera una moral “particular”. Es decir, los argumentos fundados en la fe religiosa no son válidos para los no creyentes.
Rara vez se mira si los argumentos así propuestos, aún procediendo de una manera cristiana de ver la realidad, no tienen fuerza de convicción incluso prescindiendo de ese origen; el hecho es que todo el que no participa de esa creencia se desentiende de ellos y considera que no le pueden decir nada. Y los hechos deben tenerse en cuenta.
Hay otro planteamiento que pretende tener validez universal, y es el científico. Las razones biológicas, concretamente genéticas, se consideran demostrables, enteramente fidedignas, concluyentes para cualquiera. Por supuesto esas razones tienen muy alto valor, y se deben tomar en cuenta, pero sus pruebas no son accesibles a la inmensa mayoría de los hombres y mujeres, que las admiten por fe (se entiende, por fe en la ciencia, por la vigencia que ésta tiene en el mundo actual).
Hay otro factor que me parece más grave respecto al planteamiento científico de la cuestión: depende del estado actual de la ciencia biológica, de los resultados de la más reciente y avanzada investigación. Quiero decir que lo que hoy se sabe, no se sabía antes. Los argumentos de los biólogos y genetistas, válidos para el que conoce estas disciplinas y para los que participan de la confianza en ellas, no lo hubieran sido para los hombres y mujeres de otros tiempos, incluso bastante cercanos.
Creo que hace falta un planteamiento elemental, ligado a la mera condición humana, accesible a cualquiera, independiente de conocimientos científicos o teológicos, que pocos poseen. Es menester plantear una cuestión tan importante, de consecuencias prácticas decisivas, que afecta a millones de personas y a la posibilidad de vida de millones de niños que nacerán o dejarán de nacer, de una manera evidente, inmediata, fundada en lo que todos viven y entienden sin interposición de teorías (que en ocasiones impiden la visión directa y provocan la desorientación).
Esta visión no puede ser otra que la antropológica, fundada en la mera realidad del hombre tal como se ve, se vive, se comprende a sí mismo. Hay, pues, que intentar retrotraerse a lo más elemental, que por serlo no tiene supuestos de ninguna ciencia o doctrina, que apela únicamente a la evidencia y no pide más que una cosa: abrir los ojos y no volverse de espaldas a la realidad.
Se trata de la distinción decisiva entre cosa y persona. Sin embargo, dicho así puede parecer cosa de doctrina. Por verdadera y justificable que sea, evitémosla. Limitémonos a algo que forma parte de nuestra vida más elemental y espontánea: el uso de la lengua.
Todo el mundo, en todas las lenguas que conozco, distingue, sin la menor posibilidad de confusión, entre qué y quién, algo y alguien, nada y nadie. Si entro en una habitación donde no está ninguna persona, diré: “no hay nadie”, pero no se me ocurrirá decir: “no hay nada”, porque puede estar llena de muebles, libros, lámparas, cuadros. Si se oye un gran ruido extraño, me alarmaré y preguntaré: “¿qué pasa?” o “¿qué es eso?”. Pero si oigo el golpe de unos nudillos que llaman a la puerta, nunca preguntaré: “¿qué es?”, sino “¿quién es?”. A pesar de ello, la ciencia y aún la filosofía llevan dos milenios y medio preguntando: “¿Qué es el hombre?”, con lo cual han dibujado ya el marco de una respuesta errónea, porque sólo muy secundariamente es el hombre un “qué”; la pregunta recta y pertinente sería: “Quién es el hombre?”, o, con mayor rigor y adecuación: “¿Quién soy yo?”.
Por supuesto, “yo” o “tú” o “él” siempre que se entienda de manera inequívocamente personal. Es significativo que los pronombres de primera y segunda persona (yo, tú) tienen una sola forma, sin distinción de género, mientras que el de tercera persona admite esa distinción, e incluso con tres géneros (él, ella ello). El que habla y a quien se habla son inmediatamente realidades personales, y su género es evidente en la acción misma, mientras que no lo es cuando se habla de alguien no presente (y, además, se puede hablar de algo).
Se preguntará qué tiene esto que ver con el aborto. Lo que aquí me interesa es ver qué es, en qué consiste, cuál es su realidad. El nacimiento de un niño es una radical innovación de realidad: la aparición de una realidad nueva. Se dirá tal vez que no propiamente nueva, ya que se deriva o viene de sus padres. Diré que es cierto, y mucho más: de los padres, de los abuelos, de todos los antepasados; y también del oxígeno, el nitrógeno, el hidrogeno, el carbono, el calcio, el fósforo y todos los demás elementos que intervienen en la composición de su organismo. El cuerpo, lo psíquico, hasta el carácter viene de ahí, y no es rigurosamente nuevo.
Diremos que lo que el hijo es se deriva de todo eso que he enumerado, es reductible a ello. Es una “cosa”, ciertamente animada y no inerte, diferente de todas las demás, en muchos sentidos única, pero al fin una cosa. Desde este punto de vista, su destrucción es irreparable, como cuando se rompe una pieza que es ejemplar único. Pero todavía no es esto lo importante.
Lo que es el hijo pude “reducirse” a sus padres y al mundo; pero el hijo no es lo que es. Es alguien. No un qué, sino un quién, alguien a quien se dice tú, que dirá en su momento, dentro de algún tiempo, yo. Y este quién es irreductible a todo y a todos, desde los elementos químicos a sus padres, y a Dios mismo, si pensamos en él. Al decir “yo”, se enfrenta con todo el universo, se contrapone polarmente a todo lo que no es él, a todo lo demás incluido, por supuesto, lo que es.
Es un tercero absolutamente nuevo, que se añade al padre y a la madre. Y es tan distinto de lo que es, que dos gemelos univitelinos, biológicamente indiscernibles, y que podemos suponer “idénticos”, son absolutamente distintos entre sí y cada uno de todo lo demás; son, sin la menor restricción ni duda, “yo” y “tú”.
Cuando se dice que el feto es “parte” del cuerpo de la madre, se dice una insigne falsedad, porque no es parte: está alojado en ella, mejor aún, implantado en ella (en ella, y no meramente en su cuerpo). Una mujer dirá: “estoy embarazada”, nunca “mi cuerpo está embarazado”. Es un asunto personal por parte de la madre.
Pero además, y sobre todo, la cuestión no se reduce al qué, sino a ese quién, a ese tercero que viene, y que hará que sean tres los que antes eran dos. Para que esto sea más claro aún, piénsese en la muerte. Cuando alguien muere, nos deja solos; éramos dos y ya no hay más que uno. Inversamente, cuando alguien nace, hay tres en vez de dos (o, si se quiere, dos en vez de una).
Esto es lo que se vive de manera inmediata, lo que se impone a la evidencia sin teorías, lo que reflejan los usos del lenguaje. Una mujer dice: “voy a tener un niño”; no dice: “tengo un tumor”. (Cuando alguna mujer se cree embarazada y resulta que lo que tiene es un tumor, su sorpresa es tal, que muestra hasta qué punto se trata de realidades radicalmente diferentes.)
El niño no nacido aún es una realidad viniente, que llegará si no lo paramos, si no lo matamos en el camino. Pero si se miran bien las cosas, esto no es exclusivo del niño antes de su nacimiento: el hombre es siempre una realidad viniente, que se va haciendo y realizando, alguien siempre inconcluso, un proyecto inacabado, un argumento que tiende a un desenlace.
Y si se dice que el feto no es un “quién” porque no tiene una vida “personal”, habría que decir lo mismo del niño ya nacido durante muchos meses (y habría que volver a decirlo de un hombre durante el sueño profundo, la anestesia, la arteriosclerosis avanzada, la extrema senilidad, no digamos el estado de coma).
A veces se usa una expresión de refinada hipocresía para denominar el aborto provocado: se dice que es la “interrupción del embarazo”. Los partidarios de la pena de muerte tienen resueltas sus dificultades: ¿para qué hablar de tal pena, de tal muerte? La horca o el garrote pueden llamarse “interrupción de la respiración” (y con un par de minutos basta); ya no hay problema. Cuando se provoca el aborto o se ahorca no se interrumpe el embarazo o la respiración: en ambos casos se mata a alguien.
Y, por supuesto, es una hipocresía más considerar que hay diferencia según en qué lugar del camino se encuentre el niño que viene, a qué distancia de semanas o meses de esa etapa de la vida que se llama nacimiento va a ser sorprendido por la muerte.
Consideremos otro aspecto de la cuestión. Con frecuencia se afirma la licitud del aborto cuando se juzga que probablemente el que va a nacer (el que iba a nacer) sería anormal, física o psíquicamente. Pero esto implica que el que es anormal no debe vivir, ya que esa condición no es probable, sino segura. Y habría que extender la misma norma al que llega a ser anormal, por accidente, enfermedad o vejez. Si se tiene esa convicción, hay que mantenerla con todas sus consecuencias; otra cosa es actuar como Hamlet en el drama de Shakespeare, que hiere a Polonio con su espada cuando está oculto detrás de la cortina. Hay quienes no se atreven a herir al niño más que cuando está oculto –se pensaría que protegido- en el seno materno; lo cual añade gravedad al hecho: en una época en que cuando se encuentra a un terrorista con una metralleta en la mano, todavía humeante, junto al cadáver de un hombre acribillado a balazos, se dice que es “el presunto asesino”, la mera probabilidad de una anormalidad se considera suficiente para decretar la muerte del que está expuesto al riesgo de ser más o menos anormal. Esta actitud no es nueva; ya se ha aplicado, y con gran amplitud, en la Alemania hitleriana, hace medio siglo, con el nombre de eugenesia práctica.
Lo que aquí me interesa es entender qué es aborto. Con increíble frecuencia se enmascara su realidad con sus fines. Quiero decir que se intenta identificar el aborto con ciertos propósitos que parecen valiosos, convenientes o por lo menos aceptables: por ejemplo, la regulación de la población, el bienestar de los padres, la situación de la madre soltera, las dificultades económicas, la conveniencia de disponer de tiempo libre, la mejora de la raza. Se podría investigar en cada caso la veracidad o la justificación de esos mismos fines (por ejemplo, se ha hecho campaña abortista en una región de América del Sur de 144.000 kilómetros cuadrados de extensión y 25.000 habitantes, es decir, despoblada). Pero lo que quiero mostrar es que esos fines no son el aborto.
Lo correcto es decir: para esto (para conseguir esto o lo otro) se debe matar a tales personas. Esto es lo que se propone, lo que en tantos casos se hace en muchos países en la época en que vivimos. Ésta es la significación antropológica de esa palabra tan traída y llevada, que se escribe más veces en un solo día que en cualquier otra época en un año.
Y una prueba más de cómo se plantea el tema del aborto, eliminando arbitrariamente la condición personal del hombre, el carácter de quién en que consiste, es que en muchas legislaciones sobre este asunto –sin ir más lejos, en la que se propone actualmente en España- se prescinde enteramente del padre. Se atribuye la decisión exclusiva a la madre (la palabra no parece enteramente propia, sería más adecuado hablar de la hembra embarazada), sin que el padre tenga nada que decir. Esto es, que aún en el caso de que el padre sea perfectamente conocido y legítimo, por ejemplo si se trata de una mujer casada, es ella y sólo ella la que decide, y si su decisión es abortar, el padre no puede hacer nada para que no maten a su hijo.
Esto, por supuesto, no se dice así; se tiende a pasarlo por alto, para que no se advierta lo que ello significa. En una época en que se habla tanto de la “mujer objeto” –no sé si alguna vez ha sido vivida así; sospecho que siempre se la ha visto como “sujeto” (o “sujeta”)-, se ha abierto camino en la mente de innumerables gentes la interpretación del niño-objeto, del niño-tumor, que se puede extirpar como un crecimiento enojoso. Se trata de obliterar literalmente el carácter personal de lo humano. Para ello se habla del “derecho a disponer del propio cuerpo”. Pero, aparte de que el niño no es el cuerpo de la madre, sino que es alguien corporal implantado en la realidad corporal de su madre, es que ese supuesto derecho no existe. A nadie se le permite la mutilación: si yo quiero cortarme una mano de un hachazo, los demás, y a última hora el poder público, me lo impiden; no digamos si se la quiero cortar a otro, aunque sea con su consentimiento. Y si me quiero tirar por una ventana o desde una cornisa, acuden la policía y los bomberos, y por la fuerza me impiden realizar ese acto, del cual se me pedirán cuentas.
El núcleo de la cuestión es la negación del carácter personal del hombre. Por eso se olvida la paternidad; por eso se reduce la maternidad al estado de soportar un crecimiento intruso, que se puede eliminar. Se descarta todo posible uso del quién, de los pronombres tú y yo. Tan pronto como aparecen, toda la construcción elevada para justificar el aborto se desploma como una monstruosidad.
¿No se tratará acaso de esto, precisamente? ¿No estará en curso un proceso de despersonalización, es decir, de deshominización del hombre y de la mujer, las dos formas irreductibles, mutuamente necesarias, en que se realiza la vida humana?
Si las relaciones de maternidad y paternidad quedan abolidas, si la relación entre los padres queda reducida a una mera función biológica sin perduración más allá del acto de generación, sin ninguna significación personal entre las tres personas implicadas, ¿qué queda de humano en todo ello? Y si esto se impone y se generaliza, si a fines del siglo XX la humanidad vive con estos principios, ¿no se habrá comprometido, quién sabe hasta cuándo, esa misma condición humana?
Por esto me parece que la aceptación social del aborto es, sin excepción, lo más grave que ha acontecido en este siglo que se va acercando a su final.

JULIÁN MARÍAS

Doctor en Filosofía Universidad de Madrid.
Cofundador del Instituto de Humanidades.
Director del Seminario de Estudios de Humanidades.
Miembro de la Real Academia Española.
Miembro de la Real Academia de Bellas Artes.
Autor de más de cincuenta libros (entre otros:
“Antropología metafísica”).

Madrid, julio de 1997.

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3-UNA HISTORIA QUE MUESTRA QUE NO ES CASUALIDAD LO QUE NOS PASA!!
-La triste y verdadera historia del Dr. Mayer y su suegra desalmada-
Por Omar López Mato
Envío de Alberto Botta.

En tiempos del bloqueo anglo-francés, los recursos de la Confederación eran tan escasos que los pocos alumnos que cursaban estudios en la Universidad de Buenos Aires, debían destinar tiempo y dinero de su peculio a pintar y arreglar los deteriorados edificios que los cobijaban.

Así lo cuenta el Dr. Victorica (abogado, militar y con el tiempo yerno del Gral. Urquiza), que además nos refiere la historia del Dr. Mayer, un díscolo estudiante de medicina, conocido por las frecuentes protestas en las que se enfrascaba dado el lamentable estado edilicio de la facultad de Medicina.


El Restaurador, que al principio toleró las recriminaciones con aire paternal, al final se cansó y los secuaces de la Mazorca le hicieron saber al doctorcito que era mejor callarse. Mayer prefirió continuar sus quejas a distancia y se fue para Chile; pero en el camino, como todos sabemos, se encuentra Mendoza. Allí frecuentó la tertulia del Dr. Tomas Godoy Cruz donde brillaba Aurelia, la hija del ilustre letrado.


Mayer y la niña quedaron prendadas y decidieron unir sus destinos sin gozar con la bendición de la madre de la joven Maria Luisa Sosa de Corvalan, que consideraba poco partido para su hija al novel galeno. Los desplantes de la suegra eran frecuentes y ya eran el comentario risueño de la sociedad mendocina, cuando una noche la comedia se convirtió en tragedia. Unos forajidos atacaron y asesinaron a Mayer en la calle. Mendoza quedó consternada, el Dr. Mayer, a pesar del poco tiempo transcurrido desde su arribo se había ganado el afecto de la población, especialmente después de haber operado exitosamente de cataratas al padre superior de la Orden de los Dominicos .


En ciudad tan chica ningún secreto podía ser permanente y pronto se apresaron a los hermanos Zambrano, que confesaron haber sido contratados por la Sra. De Godoy Cruz para ultimar a su yerno. ¡Gran escándalo, gran! ¿Cómo podía ser que la esposa de un patriarca mendocino, de un hombre que había declarado la independencia de la nación, cayese tan bajo? La señora negaba los cargos, pero su hija, carne de su carne, la acusaba.


El juicio fue la comidilla de la ciudad.


Ver a la gran dama sentada en el banquillo de los acusados era, de por si, un escándalo. Los jueces condenaron a los ejecutores del crimen a la pena de muerte y a la instigadora a prisión de 20 años. ¿Dónde alojar a una dama de condición tan encumbrada? No había lugar donde ponerla. ¿Qué hacer? La sociedad argentina siempre encuentra las soluciones a sus problemas por tortuosos caminos: La señora de Godoy Cruz donó una fuerte suma para la construcción de una penitenciaria y ella, de esta forma, compraba su libertad.


La historia termina con que la dama indigna continúa su vida como si tal cosa; la hija escribe un libelo acusador, denunciando a la progenitora asesina, y el Dr. Mayer enterrado en el convento de los Domínicos. Moraleja, nada ha cambiado en la Argentina , los poderosos siguen impunes y las escuelas en lamentable estado edilicio.


Pero en Japón, por ejemplo, es distinto. Los hijos de aquellos inocentes nipones que compraron los prometedores bonos de una Argentina potencia, llevan entre sus útiles al Zokin, que no es una poderosa lap top, ni un nuevo programa de computación, sino es la versión oriental de nuestro humilde trapo de piso.


Los estudiantes nipones no malgastan sus horas de estudio haciendo pegatinas o escribiendo sus preferencias políticas en las paredes, porque serán ellos quienes deban limpiarlas (a este menester lo llaman O-Soji).


En cambio sus colegas argentinos –bueno, lo de colegas es una exageración, porque tienen 100 días menos de clases- recurren a la protesta plañidera y mediática para expresar el deterioro edilicio de los colegios municipales y ahora también de las universidades.


Durante sus quejas olvidan decir que, de una forma u otra, ellos han sido cómplices del mal estado que lucen.


Aquí nadie cuida nada del erario público; se hace mal uso de los bienes comunes. Las estatuas, construidas muchas veces por colectas públicas, son pintarrajeadas; los frentes de los edificios sufren inscripciones crípticas que nadie sabe que quieren decir (¿Agosto es Bruera?); no hay paredón sin afiche o pegatinas.


La gente tira papeles, botellas y envoltorios en la calle, amén de los que dejan los cartoneros. Entiéndase bien, de ninguna manera niego el derecho a reclamar cuando un servicio no es prestado en tiempo y forma, pero eso no justifica el prolongado cese de actividades académicas y sobre todo cuando impera tan poco espíritu de colaboración cívica. Desde jóvenes se está acostumbrando a las futuras generaciones a recurrir al chantaje emocional para vivir a costa del Estado paternalista.


Todos debemos mamar de la ubre estatal, sin importarles cómo ande la vaca cósmica. El actual gobierno ha recurrido al viejo método de premiar a los municipios dóciles y castigar a los que se retoban. Sin recursos ni obra pública, poca vida política le queda al intendente díscolo.


Como no se redistribuye lo que corresponde, se mantiene la rienda cortita a los que pretenden rebelarse contra el yugo kirchnerista.


Curiosamente en este caso, lo que se inició como una campaña anti Macri se esta convirtiendo en una gesta nacional que excede los límites de Buenos Aires.


La participación de la FUBA criticando el estado de las universidades debe haber borrado la sonrisa de la Presidenta que apoyó la rebelión juvenil antes municipal ahora nacional. ¿No estarán escupiendo para arriba? Damos en suponer que esto algún día podrá tener fin (aunque llevamos 200 años), pero más me preocupa el estigma piqueteril que adquieran estas generaciones criadas en la engañosa concepción del “Estado que te resuelve todo”. No solo eso, sino que en el año en que celebramos dos siglos de vida como nación, no impere el respeto por aquellos que todo lo dieron por una nación.


Ellos no se preguntaron qué les iba a dar el país, sino que es lo que ellos podían hacer por la patria. Dieron sus bienes, sus vidas, sus hijos y nosotros no somos capaces de prestar unas horas de nuestro tiempo para pintar una pared de un lugar donde recibimos el mayor de los dones al que podemos aspirar: la educación.


Quizás un día la escuelas luzcan pulcras y modernas, haciendo innecesarias las protestas de los Mayer.


Quizás algún día los recursos sean administrados de forma tal que no haga falta que las autoridades municipales o provinciales estén genuflexas ante el poder central.


Quizás algún día tengamos la dignidad para hacer que las señoras de Godoy Cruz y sucedáneas, terminen sus días donde deben terminar, en la cárcel.


Que Dios nos dé a todos larga vida para poder ver ese día.

omarlopezmato@gmail.com
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