Víctimas de ayer y hoy
Por: María Lilia Genta
En los últimos tiempos sólo he escrito de temas estrictamente religiosos en algunos foros católicos. Pero ahora siento la imperiosa necesidad de volver a ocuparme de una cuestión que me es entrañablemente propia. Mejor dicho, de la que soy parte. Lo hago porque en estos días se ha reflotado un viejo discurso que creía agotado en nuestro sector.
Ocurre que algunos, quizás sinceramente, posan de “políticamente correctos” entre nosotros y plantean: “separemos nuestros muertos de los presos”, es decir, de los más de cuatrocientos prisioneros de guerra de este gobierno y de sus familias. A los que así piensan les respondo, desde hace años, que tal separación no es posible por las razones que, una vez más, voy a exponer a la espera de ser clara y concisa.
En los años 60 comenzó a gestarse la Guerra Revolucionaria en casi todos los países de Iberoamérica. La “cabecera de playa” fue instalada en Cuba por “san” Fidel, a órdenes de la Unión Soviética. En 1959, Castro no se presentó con definición comunista. Excelente estrategia con la que obtuvo el apoyo de muchos, sobre todo de los católicos cubanos que estaban asqueados -y con razón- del régimen de Batista. Luego, se sacó la máscara y encarceló o mató a los mismos líderes que lo habían acompañado en la “gesta”. Es bueno recordar que, ahora que el “hermano Raúl” gobierna, que fue él precisamente quien formó y adoctrinó en las teorías marxistas leninistas a Fidel y al Ché (esto ocurrió en México en los años que precedieron a la acción propiamente armada en Cuba). Cuando comenzaron las tratativas de los Castro con Rusia, la estrecha ligazón, la cesión de territorio cubano para que los soviéticos instalasen su poderío armamentístico en la Región, el Che Guevara, que no estaba de acuerdo que este sometimiento a la Unión Soviética, se fue de Cuba (aclaremos que no se fue por ser menos sanguinario y cruel que los Castro sino porque su personalidad anárquica era incapaz de someterse a ninguna otra disciplina que no fuera la implantada por él mismo).
En esos años comenzó la guerra en nuestros países. Primero, de forma embozada y, luego, desembozadamente. En nuestra Patria, al menos, el apogeo de la lucha armada se dio en los años 70. En la década de los 60, La Habana fue la Meca y también la escuela y el cuartel de entrenamiento militar de nuestros “jóvenes idealistas”. Allí se prepararon intelectual y militarmente. También aprendieron que para dominar la Región era imprescindible infiltrar a la Iglesia Católica y tener el apoyo de un número importante de obispos, sacerdotes, religiosos y laicos.
Curiosamente, estos religiosos y laicos fueron educados en el tercermundismo y en la teología de la Liberación por sacerdotes y monjas europeos, en gran parte surgidos de la Universidad de Lovaina. En la Argentina, en particular, además, debían contar con parte del peronismo.
En la guerra comenzada en esa época, la guerrilla fue vencida en el campo de batalla por nuestros soldados; pero no fue vencida políticamente. Por eso, hoy, muchos de los que gobiernan formaron parte de los escuadrones guerrilleros que combatieron contra los entonces jóvenes miembros de nuestras Fuerzas Armadas y de Seguridad, en los montes y en las ciudades. Y ocurre que muchos de esos jóvenes soldados que defendieron a la Nación Argentina de la guerrilla marxista son, hoy, prisioneros de guerra (en sentido propio) por obra y gracia de aquellos que, derrotados en el plano militar pero vencedores en el terreno político, son los victimarios de nuestras víctimas. Sumemos, también, a los que murieron en la lucha, a los que quedaron lisiados y a las familias de todos y tendremos, así, completa la lista de las víctimas de este odio sin fin.
Entonces ¿qué separación cabe hacer entre muertos de los 70 y sus familias (entre las que me incluyo) y los prisioneros de hoy y sus familias? A veces las cosas están tan inexorablemente intrincadas que cualquier separación resulta no sólo imposible sino hasta absurda. Pongamos un ejemplo. Me pregunto, la familia Amelón, ¿puede separar sus sufrimientos? Tiene un muerto y una sobreviviente (de milagro) de los años 70 y dos presos de ahora. Los “separatistas”, “políticamente correctos”, ¿piensan que los Amelón deben poner horario para cada dolor? ¿De 9 a 12 llorar por el padre y la hija sobreviviente y de 12 a 15 por los presos?
Respecto del caso de mi padre, asesinado por el ERP el 27 de octubre de 1974, voy a aclarar nuevamente cual es mi posición, que es la de toda la familia, y que mi esposo (discípulo de mi padre desde los dieciséis años) resumía, días atrás, hablando con una amiga muy valiente y decidida: “¿Qué quieren, qué venga a llorar ahora por mi suegro? Yo estoy orgulloso por la vida y por la muerte de mi maestro y suegro”. Y yo, como hija, agrego: estoy orgullosa de que el enemigo “eligiera” a mi padre y lo considerase “merecedor” de esa muerte por no haber dejado nunca de enseñar lo que enseñó a generaciones de civiles y militares.
Además de filosofía, en los años finales de su largo magisterio, dictó los cursos de Guerra Contrarrevolucionaria y enseño los principios de la guerra justa con los que los militares debían enfrentar al enemigo cuando llegase la hora. También enseñó que los militares eran los únicos que tenían el deber y el derecho de usar las armas (no las bandas armadas) en defensa de la Patria y que si se daba una situación como la España del 36 en la que debían combatir civiles, éstos sólo podían hacerlo bajo el control y las órdenes de aquellos que por su vocación y misión militar han sido preparados para la guerra. Fue escuchado por los integrantes de los mandos medios y por los oficiales subalternos y suboficiales.
Habló, en ocasiones largamente, con algunos que luego integrarían las Juntas Militares del “Proceso”. Pero estos últimos ni lo escucharon ni entendieron. También ellos, en su momento, quisieron ser “políticamente correctos”; y así se gestó la derrota política gracias a la cual hoy gobiernan los Righi y los Kunkel.
El último año y medio, mi padre, dedicó su vida a “armar espiritualmente” a los que debían empuñar las armas. Por ese tiempo comenzaron a amenazarlo. Tuve ocasión de oír algunas de esas amenazas, Nada de esto me lo contaron, lo viví porque compartí el pensamiento, la vida y la obra de mi padre. Desde luego que lloré a mi padre. La angustia, el dolor no son exclusivos de las “madres”, “hijos” y “abuelas”. Pero ahora lloro y me duelo por no poder acompañar más a los presos y a sus familias que son, repito, las víctimas del presente.
A mi padre que cayó haciendo la señal de la Cruz y que, me consta, enseñó la verdad conforma a la Doctrina de la Iglesia, le rezo como también a Sacheri. Ellos hicieron mucho para que la Argentina fuese redimida en Cristo Rey. Rezo por los que los asesinaron, estén vivos o muertos, para que se arrepientan o se les acorte el purgatorio. Los perdoné hace tiempo. Pero eso no quiere decir que cese en mi lucha en esta guerra que con los K ha llegado a una virulencia extrema.
La guerra fue y es una, en los 70 o en el 2009. El enemigo es el mismo. En los 70 gobernó sólo cuarenta y cinco días; hoy lleva seis años en el poder.
Cuando siento necesidad de llorar al padre ejemplar y humanamente cálido que Dios me regaló, me encierro a ver “Murieron con las botas puestas”, “A la hora señalada” o cualquiera de las películas que me llevaba a ver, diez, veinte veces, para que aprendiera cómo debían comportarse los hombres y las mujeres de honor. A veces lagrimeo, también, cuando veo alguna película actual -por ejemplo “Fuimos soldados”- pensando: ¡cómo me hubiera gustado verla con el Viejo! Pero ese es mi padre, muy mío y muy interior. El mismo que se indignaría conmigo si me viera lloriqueando en público (35 años después) por su muerte ejemplar.
Un envío de : Roberto Oliver
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