La Argentina del Verano
Por ahora la Argentina está de vacaciones.
Escribe Denes Martos
Al menos buena parte de ella lo está; ya sea en Brasil o en alguna playa/montaña local. En este bendito y hermoso país es como si nos resistiésemos a creer que toda la estructura mundial se está sacudiendo peligrosamente; desde la economía, pasando por la política, hasta la cultura. Probablemente, lo que sucede es que en la Argentina ya hemos visto tantas catástrofes – golpes de estado, rodrigazos, hiperinflaciones, corralitos, corralones, moratorias y blanqueos – que muchos piensan que, bueno, ahora les toca a los otros; a nosotros todo eso ya nos pasó. En un mundo que cada vez se parece más a los últimos tiempos de la decadencia del Imperio Romano, en la Argentina muchos se creen que pertenecen al bando de los bárbaros que heredarán el Imperio.
Aparte de cierta dosis de verdad que puede haber en esto, la otra parte de la historia es que la masa en general, al igual que los godos y visigodos de antaño, no tiene ni idea de cómo funciona realmente el mundo. La mayoría – y especialmente los llamados intelectuales – está todavía presa de esquemas discursivos que han quedado en el canasto de la Historia; si es que alguna vez tuvieron vigencia. Son explicaciones sencillas a un problema endiabladamente complejo cuya única virtud es la de hacer aparentemente comprensible esa complejidad a quienes no entenderían ni el teorema de Pitágoras. En otras palabras: los esquemas mentales vigentes en la incultura actual son los que están diseñados para incautos a fin de hacerles creer que entienden un problema para el cual les falta aquello que si Natura non da, Salamanca non presta.
Esto se ve no solamente en los manotazos que pega nuestro matrimonio presidencial y en su absoluta desubicación en el contexto internacional. También lo hemos podido apreciar acabadamente en la cantidad industrial de idioteces que hemos tenido que escuchar con motivo de la asunción de Barack Obama al cargo de presidente de los EE.UU.
El nuevo presidente norteamericano
Para empezar, convénzanse de una cosa: Barack Obama no es el hombre más poderoso de la tierra. Eso es algo que sólo la estulticia periodística pudo producir y repetir hasta el cansancio estos últimos días. El amigo Obama es tan sólo el CEO de los Estados Unidos. Es el gerente general de la Compañía más grande del planeta al servicio del directorio de mayor concentración de dinero del mundo. En lo personal y operativo tiene tan poco poder como el gerente general de Ford o de Coca Cola. La diferencia está en que detrás de Alan Mulally o de Muhtar Kent sólo están el directorio y los accionistas de esas empresas (lo que no es poco dinero) y detrás de Obama está el equipo de quienes manejan el dinero de la totalidad de los directores y accionistas del capitalismo internacional (lo cual es más que todo el dinero de Ford, Coca Cola y todas las compañías norteamericanas juntas). La cuestión esencial es que un CEO sólo tiene el poder que el directorio y los accionistas están dispuestos a darle y sólo tiene autorización para hacer las cosas que estos señores están de acuerdo en permitirle. Y Obama, como cualquier otro presidente norteamericano, no es más que el CEO, el gerente general ejecutivo, del establishment plutocrático norteamericano. Y quien dude de esto no tiene más que hacerse una sencilla y simple pregunta: ¿realmente se puede creer que un sujeto del calibre mental de George W. Bush pudo jamás hacer siquiera algo parecido a dirigir la política de los Estados Unidos de Norteamérica?
Por supuesto que hay diferencias. Comparar a George W. con Obama sería como poner lado a lado al ex-alcohólico pastor de una secta protestante con un profesor de física nuclear de Oxford. Es que precisamente ése es uno de los motivos por los cuales lo designaron candidato a Obama y pusieron más de 740 millones de dólares para financiarle la campaña. Y por supuesto que hablo aquí solamente de los dólares registrados; porque, además, habría que contabilizar los aportes "indirectos" que nunca se publican y que, según todos los expertos, exceden largamente los montos oficiales. En general, se estima que el total de la campaña presidencial de 2008 insumió algo así como 3.000 millones de dólares entre una cosa y otra, considerando la totalidad de los gastos y a todos los candidatos presidenciales que arrancaron en la carrera; porque – aunque no se publicitó demasiado – Obama y McCain no fueron los únicos.
Candidatos vs Dólares
De cualquier manera que sea, mi vieja teoría de que en los EE.UU. sistemáticamente gana el candidato que más dinero mete en la campaña, se ha vuelto a verificar una vez más. Observen el siguiente cuadro (cifras basadas en datos suministrados por la Comisión Electoral Federal norteamericana, publicadas el 05/01/2009):
Obama 742.000.000
McCain 367.000.000
Nader 4.000.000
Barr 1.000.000
Baldwin 258.000
McKinney 199.000
Interesante es también analizar cómo se desglosan estas cifras. Por ejemplo, tomando los dólares en números redondos para simplificar, el comercio apostó con 84 millones por Obama y sólo con 38,5 millones por McCain. Los abogados y los lobbistas pusieron 43,7 millones para Obama y sólo 11 millones para McCain. El sector de las finanzas, los seguros y las inmobiliarias aportó 37.5 millones a Obama y 28 millones a McCain. En comunicaciones y electrónica la diferencia es: 24,5 millones para Obama y apenas 4,5 millones para McCain. (Microsof y Google afirman haber aportado U$S 791.342 y U$S 782.964 respectivamente a Obama y no hay datos de que hayan puesto un dólar por McCain.)
Obviamente hay sectores que apostaron más por McCain que por Obama. Pero son pocos y la diferencia no es, por lejos, tan grande. Por ejemplo, el sector agrario apoyó a McCain con 3,26 millones y con 2,15 millones a Obama; la industria de la construcción le dio U$S 5,32 millones a McCain y U$S 5,16 millones a Obama.
¿Se dan cuenta de cómo funciona el sistema? ¿Alguno de ustedes cree que gastar todo ese montón de dinero en plena crisis financiera fue por puro fervor democrático?
. . . .. . . . . . . . . . . . . .
Pero dejemos de lado el vil metal. Al fin y al cabo, el dinero no lo es todo. Al menos eso dicen quienes no lo tienen. De todos modos, más importante que la cantidad de dólares invertidos en el show es tratar de entender quienes dirigen realmente ese espectáculo y cómo lo hacen.
Que una aristocracia financiera, en plena crisis, invierta más de mil millones de dólares (confesados) en una campaña presidencial no es algo casual. Ese dinero no es un gasto. Es una inversión. Y, al igual que en toda inversión, hay un plan de recupero. Podrá ser un buen plan o un mal plan (y el que le diseñaron a George W. no fue demasiado brillante), pero el retorno de una inversión de ese calibre no es algo que se deja librado al azar.
Ahí es dónde entra Obama.
Construyamos un escenario
Para tener una idea de cómo entró, hagamos un ejercicio de imaginación. Construyamos un escenario.
Imagínense una sala de reuniones. No demasiado grande. Digamos una con capacidad para veinte o treinta personas como mucho. Supónganla concurrida por los principales decisores del establishment norteamericano, más algunos invitados de Gran Bretaña y de Europa. Pero por favor no se la imaginen como una tenebrosa reunión secreta y conspiradora entre Rockefeller, Guggenheim, Warburg, Rotschild, Murdoch y todos ellos. Por de pronto, esa gente no se reúne en salas de conferencias. En todo caso, lo hace en el bar de algún club de golf o en la cubierta del yate de alguno de ellos. Pero, además, cuando se juntan tampoco lo hacen para elaborar planes. En todo caso se juntarán para acordarlos.. Para elaborarlos, financian a grandes centros de estudios, contratan a expertos, patrocinan universidades y emplean a ejecutivos cuya gratificación anual depende estrictamente de los resultados. La reunión que quiero que imaginen es precisamente una con esos ejecutivos antes de las primarias en los EE.UU.
Supongan que alguien abre la sesión y pregunta:
— Bien damas y caballeros. Vayamos al grano y veamos: ¿Cuál es nuestro problema?
— Pues, para ponerlo en términos crudos y simples, nuestro problema principal es sacar la nave de los Estados Unidos del pantano en el que, por varios motivos, se ha atascado.
— Bien. ¿Qué hace falta para eso?
— Varias cosas, pero principalmente recuperar la confianza; recuperar la credibilidad en que el bono del tesoro de los EE.UU. es una inversión de riesgo cero y el dólar vale lo que nosotros decimos que vale.
— De acuerdo. Pero ¿cómo lo hacemos?
— Bueno, primero y principal: de algún modo hay que convencer al público de que la nave de los EE.UU. puede en absoluto salir del pantano en el que se ha metido.
— Eso es clave, de acuerdo. Pero entonces la pregunta es: ¿qué necesitamos para eso y, dentro de ese marco, cómo encaramos las próximas elecciones presidenciales?
— Por de pronto, de acuerdo con nuestro análisis, necesitamos una figura con determinadas características. Tiene que ser simpática para generar adhesión, tiene que ser exitosa para ser creíble, tiene que ser (o parecer) relativamente joven para dar una imagen enérgica y tiene que ser aceptablemente inteligente para contrastar con el pobre Bush que ya cumplió su tarea.
— Creo que todos estamos de acuerdo en eso. Ni siquiera los norteamericanos soportarían a otro presidente tan estúpido.
— Bien, todo eso es cierto y necesario pero también es demasiado obvio. Siendo obvio, no será suficiente. Nos hace falta algo más; un toque extra que nos garantice el empujoncito adicional. Algo que fortalezca una imagen de cambio, de otro New Deal, de un "ahora sí"; algo que además de confianza despierte cierto grado de entusiasmo; algo que sea una verdadera novedad. Para hacer creíble la confianza en el cambio tenemos que hacer creíble también la posibilidad cierta de un cambio.
— Bueno, nuestra figura podría ser una mujer. La primera mujer presidente de los EE.UU. Eso sería un cambio.
— ¿Están pensando en Hilary Clinton?
— Por ahora sólo la hemos considerado.
— Podría ser, pero nosotros tenemos algunas dudas. En realidad, ya hay mujeres ocupando la presidencia en otros países, por lo que no sería tan grande la novedad, y la conexión demasiado estrecha con Clinton podría perjudicar más de lo que ayuda. Yo diría que para esa alternativa necesitaríamos a alguien más parecido a la Maggie Thatcher. Pero, en fin, está bien, podemos largarla a las primarias y ver cómo se mueve.
— ¿Y si no funciona? ¿Qué les parece un chicano?
— No. Un chicano no puede ser. Tener a un mejicano o a un puertorriqueño en la Casa Blanca (¡de un cubano de Miami ni hablemos!) nos podría dar un regio dolor de cabeza con todos esos locos izquierdosos sueltos por América Latina y además sería darle demasiada entidad a una minoría que, dentro de todo y por ahora, es bastante manejable. No. La alternativa a una mujer sólo puede ser un negro.
— ¿Un negro?
— Bueno, está bien, maticemos: un negro lo suficientemente negro como para entusiasmar al gran caudal de votos negros pero no tan negro como para asustar a los votantes blancos.
— O sea un mulato.
— Exacto. Un mulato – de buena apariencia, simpático, inteligente, etc. etc. como ya definimos – lo suficientemente ambicioso como para aceptar nuestras condiciones, lo suficientemente inexperto como para aceptar nuestra planificación, y lo suficientemente y advenedizo y carente de equipo propio como para no tener más remedio que aceptar a quienes le pongamos al lado.
— ¿Tenemos a alguien así?
— ¡Por supuesto que lo tenemos! Está en el Senado ahora. Obama. Senador por Illinois.
— ¿Obama?
— Sí. Barack Hussein Obama.
— ¡Por Dios! ¿Hussein? ¿En serio se llama Hussein? ¿Están seguros? ¡Eso es árabe!
— Bueno sí, se llama Hussein. Padre africano de Kenia. Madre blanca norteamericana de Kansas.
— ¡Hussein! Eso puede traer problemas . . . A los muchachos en Israel eso no les va a gustar ni medio.
— Quizás al principio; pero en cuanto vean la foto se tranquilizarán. El tipo es mulato de pies a cabeza. Aparte de ese nombre imposible, no tiene ni pizca de árabe. En todo caso, lo de Hussein hasta nos puede servir para decir que eso demuestra que no estamos en contra de los mahometanos ni de los árabes sino tan solo en contra de los terroristas mahometanos y árabes.
— ¿Y quién demonios se va a creer eso?
— Nadie. Pero como argumento es irrebatible y como discurso es muy apropiado.
— Está bien. Larguen las primarias con esos dos. Si Hilary no funciona, hacemos el enroque y lanzamos al Hussein ése.
— Obama
— Bueno, sí. Obama. Lo que sea. Borren lo de Hussein.
— ¿Y qué hacemos con Hilary si el candidato al final es Obama?
— Hacemos otro enroque y le ponemos a Hilary como secretaria de Estado.
— ¡Brillante!
— Puede funcionar. Pero avisen a la gente en Tel Aviv. De entrada no les va a hacer ninguna gracia que nos pongamos a votar por un Hussein mientras ellos están enfrascados en cómo bombardear a un montón de Husseins en Gaza.
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Sí, ya sé. No me lo digan. Lo admito. Lo que acabo de hacer es un diálogo de política-ficción. Pero quería construirles un escenario, no necesariamente real pero plausible, para ilustrar cómo funciona la política de la democracia más democrática del mundo.
De todos modos, los diálogos serán ficticios pero cualquier similitud con hechos o personas reales es pura premeditación y alevosía.
Un problema de comando y control
Por de pronto, hay una cosa que convendría tener en claro: la crisis financiera – que no económica – desatada en los últimos tiempos, se produjo por una falla en el control de la codicia. Lo que falló fueron los mecanismos que deberían haber controlado hasta dónde es posible y conveniente dejar crecer una enorme burbuja especulativa. De modo que lo que está en discusión no es la estructura del sistema capitalista ni mucho menos el capitalismo como sistema de producción y comercialización. Lo que está discutiendo la plutocracia en estos momentos son ciertos mecanismos del sistema. El sistema en sí no está en discusión.
El segundo punto a analizar es una moneda con dos caras: en el anverso tenemos el tamaño del sistema y en el reverso está su complejidad. Desde el momento en que se dejó caer el experimento soviético y se decidió globalizar a la economía capitalista – con la inclusión de los chinos, los hindúes, los propios rusos, y todos los países de Europa Oriental – el tamaño del sistema se volvió sencillamente enorme. Y no sólo creció demasiado, sino que creció demasiado rápido. Piensen tan sólo que, en apenas una década, entre 1989 y 1999 para poner un par de años de referencia, el sistema incorporó a su aparato productivo, financiero y comercial a más de 3.500 millones de personas. Pero además, toda la informática que creció en forma exponencial y simultáneamente (¿se acuerdan de la Commodore 64 y la IBM-AT?) hizo que las comunicaciones, la transmisión, el procesamiento de datos – en una palabra: la interconexión de todo el sistema – se volviera algo terriblemente complejo. No sólo tuvimos de repente a más de 3.500 millones de nuevos actores en el mercado sino que todos los actores, los antiguos más los nuevos, empezaron a comunicarse entre sí a una velocidad mil veces mayor y con una tecnología que es prácticamente incontrolable. Porque si fuese controlable, tengan la plena seguridad que ustedes no estarían leyendo esto.
De modo que en el fondo y simplificando, el problema básico es un problema de comando y control. El problema fundamental es cómo controlamos a miles de millones de personas que, con tan sólo una notebook en la mano y las conexiones necesarias, se pueden poner a comprar, vender, especular, importar, exportar, cambiar divisas, lavar dinero, llenar o vaciar cuentas bancarias, enterarse de lo que hizo Wang Chang Fu hace cinco minutos, lo que en este mismo momento está haciendo Rabindranath Sing junto con Ivan Rostropovich y lo que piensa hacer Samuel Goldberg dentro de media hora en la bolsa de Frankfurt.
El nuevo Estado imperial
Ahora bien, hay algo que la crisis ha demostrado de modo palmario y ello es que existe una sola institución que puede servir para solucionar este problema de comando y control: esa institución es el Estado. Olvídense del cuento de "la mano invisible del mercado" y del sonsonete ése de que "hay que achicar al Estado". Ésos son mantras que posiblemente se seguirán repitiendo para consumo de algunos países balcanizados cuya estructura convendría achicar y simplificar para poder controlarlos mejor. En el gran cuadro, en el cuadro global, lo que se viene es una estructura estatal diseñada para gobernar lo que hasta ahora demostró ser ingobernable y para controlar lo que se salió de control antes y durante la crisis.
No piensen necesariamente en una estructura estatal tradicional, con ejecutivo, legislativo, judicial, ministros, secretarios y subsecretarios, parlamento, constitución y esa clase de accesorios. Todo eso es instrumental y contingente. Piensen en una estructura de mando, con planificación estratégica por metas y objetivos, instrumentada y gestionada por profesionales, con niveles de decisión jerárquicos y sistemas de selección de personal alineados con la planificación decidida. Piensen esa estructura acompañada por un aparato de control basado en información satelital; tecnología informática; comunicaciones instantáneas; procesamiento de voz, imagen y datos; información encriptada con codificación y decodificación instantánea y – no en última instancia – con una sofisticada vigilancia de la red mundial de comunicaciones.
Ésa es la estructura que se viene y cuyos beneficios justificarán la inversión hecha para salir de la crisis; siendo que la última elección presidencial en los EE.UU. es solamente una parte – y, si vamos al caso, una parte muy pequeña – de esa inversión.
La disposición formal y el nombre oficial que llevará esa estructura constituyen algo completamente irrelevante. Puede ser que oigamos hablar de "gobierno mundial", de "estructuras globales", de un "sistema de coordinación económica", de un "nuevo orden económico internacional", de la "reestructuración del capitalismo", de una "nueva ONU" o cualquier otro eufemismo que se le ocurra inventar a algún genio de la neurolingüística. El nombre y la arquitectura formal no importan demasiado. Lo importante es el objetivo y la funcionalidad: la gobernabilidad y la posibilidad de controlar el sistema.
Los posibles cambios
¿Funcionará?
Pues, tal como ya lo dije en una oportunidad anterior, creo que sí. Esta vez sí. Todavía sí. Habrá muchos cambios. Muchas cosas "evolucionarán", se "actualizarán" y se "reestructurarán". Estoy convencido de que el mundo, dentro de digamos unos cinco o siete años, funcionará con parámetros y reglas bastante diferentes a las actuales. Pero apostaría a que el esqueleto óseo fundamental del sistema todavía conseguirá mantenerse. El sistema sobrevivirá en lo esencial.
El comunismo soviético pudo caer, en primer lugar porque lo dejaron caer y en segundo lugar porque era demasiado rígido y a la primera fisura se rompió en mil pedazos. En contrapartida, el capitalismo liberal siempre fue y sigue siendo muchísimo más flexible. Se retuerce, se transforma, concede lo secundario reteniendo lo esencial, se transfigura, varía, se reacomoda, se reinventa cada par de décadas y negocia compromisos permanentemente. No me animaría a hacer ningún pronóstico sobre la próxima crisis que, dados los parámetros básicos del capitalismo plutocrático, se producirá sin lugar a dudas. Pero ésta que tenemos ahora todavía es superable con los recursos que el régimen tiene a su disposición. Alguien tendría que hacer algo realmente muy estúpido para generar un caos completamente irremontable..
Con todo y aun dentro de este escenario medianamente optimista, estimo que lo prudente es prepararse para varias cosas poco agradables. Por de pronto habrá – ya hay – una recesión manifiesta. Los principales operadores financieros ya han tenido como primera reacción un "pisar la pelota" para ver cómo sigue el juego. Ese pisar la pelota trae consigo, inevitablemente, una disminución de la producción y un aumento de la desocupación. Eso presiona hacia una disminución del consumo, la cual a su vez presiona hacia una mayor recesión. Este círculo vicioso hará sufrir a muchísima gente; pero también le dará una oportunidad al aparato financiero para controlar una nave que hoy se encuentra poco menos que a la deriva. Menor actividad significa menor complejidad; menor complejidad significa mayor facilidad de control. No es simple pero en el fondo es así de sencillo,
Las monedas, especialmente las convertibles como el dólar y el euro, sufrirán cambios. No es imposible una convergencia – o al menos una mayor interconexión y equivalencia – entre las diferentes monedas del sistema internacional. Eso puede traer consigo una volatilidad monetaria en la que muchos perderán mucho y unos pocos ganarán mucho, como siempre sucede; pero servirá para concentrar el capital financiero en unidades operativas más gobernables y controlables.
Aparte de la cuestión del reacomodamiento y la estabilización del sistema, después de cierto tiempo veremos también iniciativas de reactivación. Para la misma tenemos, al menos en teoría, dos caminos: una recuperación con pendiente ascendente lenta y relativamente ordenada, o bien una recuperación más acelerada que muy bien puede venir impulsada por algún conflicto bélico realmente serio.
En el escenario de la recuperación lenta, apostaría por algunos frenos puestos sobre el crecimiento de China, un relativamente mayor aliciente a la capitalización de otras regiones y fuertes inversiones en tecnología de última generación. En este marco no resultaría descabellado prever incluso un progresivo debilitamiento de los EE.UU. y un fortalecimiento equivalente de otras áreas; quizás de Europa y su zona de influencia.
En el escenario de una recuperación acelerada, apostaría por un conflicto grave en Medio Oriente o, al menos, en Oriente. En conexión con ello prevería, además, un posible reacomodamiento de Europa Oriental ya que Putin difícilmente acepte una guerra, por ejemplo en la zona de Irán, si no se le hacen algunas concesiones compensatorias respecto de Ucrania y posiblemente hasta de Polonia.
Argentina y la región
En cuanto a la Argentina y a nuestra región, es obvio que se beneficiaría más del primer escenario que del segundo. Pero creer que el colapso financiero norteamericano no nos afectará equivale a vivir en el limbo. La crisis nos llegará. No les quepa la menor duda. No sólo porque todavía no ha pasado sino porque todavía falta mucho para que pase. Esperen a Marzo/Abril y después me cuentan. Es posible que en estas latitudes y hablando en cifras absolutas nuestra crisis no sea tan catastrófica como en el llamado primer mundo. Pero la explicación de eso es sencilla: en la América al Sur del Río Grande hay menos dinero, hay menos estructuras que pueden caer y, si se caen, lo harán desde una menor altura. Que se caiga alguna firma local que en un año no llega a facturar lo que una firma global factura en un mes no es, para nada, lo mismo que aguantar la caída de un AIG o de un Merrill Lynch.
Pero, de cualquier manera que sea, no tengan duda alguna de que los sacudones se sentirán también en esta parte del mundo. Y creer que se pueden paliar haciendo planes para comprar heladeras o cambiar calefones es algo en lo que solamente personas como los Kirchner y sus muchachos pueden llegar a creer. Si es que realmente creen en eso, aun cuando ya es obvio que no tienen ni la más pálida idea de lo que están haciendo.
Dada la interconexión global, la caída de una estantería tan grande como la de Bear Sterns o la de Lehman Brothers produce ondas expansivas que la Argentina no está en condiciones de parar en sus fronteras. Y, aparte de eso, la caída de la estantería del almacén de Don José tendrá, para Don José y para sus clientes, prácticamente el mismo efecto que para los norteamericanos tuvo la caída de Fannie Mae.
Porque esa estantería es la única que Don José tiene.
De modo que protéjanse, mantengan los ojos abiertos, cuiden sus trabajos si pueden y, por las dudas, consíganse un salvavidas y ténganlo a mano. Lo mejor que les puede pasar es no tener que usarlo.
No es cuestión de ser agoreros ni catastróficos, pero hay nubes muy negras en el horizonte. De modo que agárrense fuerte.
Y no hagan olas.
Un aporte de Roberto Oliver
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