miércoles, 30 de septiembre de 2009

BIOÉTICA

FUNDAMENTOS FILOSÓFICOS DE LA BIOÉTICA


Dr. Jorge Armando Dragone
(Neurólogo)

Aunque algunos establecen una distinción entre “ética” y “moral”, consideramos, siguiendo a Jacques Maritain, que estos términos son sinónimos, y que ambos pueden ser usados indistintamente para designar a la ciencia práctica que tiende a procurar el bien del hombre. Ética (o moral ) es la ciencia del obrar, la ciencia de los actos humanos. Como esta ciencia tiende no solamente a los fines secundarios, sino también y sobre todo, al fin supremo del hombre, a su bien absoluto, es por lo tanto una ciencia filosófica. En pocas palabras, es la “filosofía práctica”.

Por tratarse de la ciencia de los actos humanos, y no de los actos de cualquier otro ser viviente, la ética o moral debe fundamentarse, por una parte, en una concepción verdadera del ser humano, en lo que el hombre realmente “es” por naturaleza, y por otra parte, en una concepción también verdadera del “deber” del hombre, o sea, de lo que el hombre, obrando libremente, debe hacer, para estar en conformidad con su propia naturaleza y dirigirse hacia su último fin. En otras palabras, para obrar de manera ética o moralmente correcta, el hombre debe adecuar su conducta al “Orden Natural”, al orden que forma parte de la “esencia”, de la “naturaleza” de todo lo que existe, del ser de las cosas, al orden y a las relaciones de las sustancias. Los actos humanos que se realizan de conformidad con el Orden Natural son actos moralmente buenos. Los actos que violentan el Orden Natural son actos moralmente malos. La regla suprema de la bondad o maldad de los actos humanos, su moralidad, está dada por su conformidad o no con el Orden Natural, inscripto en la misma naturaleza. El teólogo neo-calvinista Emil Brunner emplea la expresión “Orden de la Creación” en lugar de “Orden Natural”, pero su concepción no difiere fundamentalmente de la sustentada por la philosophia perennis. Dice así Brunner en su libro “La Justicia”, refiriéndose a la subversión filosófica y moral operada por la modernidad, tanto en la versión individualista como en la colectivista: “El Orden de la Creación ha sido puesto patas arriba; lo que debiera ser lo último aparece como lo primero; el recurso de urgencia, lo sucedáneo, se convierte en la cosa principal”.

La regla próxima o inmediata de la moralidad de los actos humanos es la Ley Natural. La regla remota o última es la Ley Eterna (de Dios), cuya participación en el ser humano es la Ley Natural, conocida por todo hombre por medio de su conciencia moral. Esta conciencia moral puede no estar rectamente formada, por diversas influencias recibidas (culturales, educativas, emocionales, etc.), como veremos más adelante.

Santo Tomás de Aquino afirma que, siendo el hombre un ser racional, todos sus actos deben regularse por la recta razón. La racionalidad es lo que constituye al hombre como hombre.

Este Orden Moral es objetivo, no subjetivo. Es también absoluto, no relativo. No se fundamenta en el “consenso” (en el “ponerse de acuerdo”) ni en el “principio de inmanencia” formulado por Kant: “el pensar del hombre sólo se alcanza a sí mismo y no puede tener certeza sino de sí mismo”. Este principio kantiano es insostenible, porque llevaría a erigir a cada individuo en el único juez de sus propias acciones. Es imposible llevar el relativismo subjetivista hasta sus últimas consecuencias. Según Ortega y Gasset, “el relativismo es una teoría suicida: cuando se aplica a sí misma, se mata”. De hecho, nadie acepta el relativismo en el campo de la ciencia y de la técnica, ni en la convivencia social. Nadie afirmaría seriamente la licitud del robo. Tampoco nadie afirmaría seriamente la relatividad del teorema de Pitágoras. La ética sólo puede fundamentarse en la verdad, en la realidad, en la verdad ontológica (lo que la cosa es en sí misma) y en la verdad lógica (el conocimiento de la cosa tal como ésta es en sí, o sea, la conformidad del entendimiento con la realidad).

Por tratarse el hombre de un ser tanto animal (por participar su cuerpo de la naturaleza animal) como espiritual (por estar dotado de racionalidad, de alma espiritual), se hace imprescindible conocer con certeza lo que está en conformidad con su naturaleza, o, en otras palabras, lo que es bueno tanto para su cuerpo como para su alma. Por otra parte, por ser el hombre un ser social, también por naturaleza, al estudiar las reglas que ordenan la conducta del hombre, es necesario tener en cuenta no sólo el bien del individuo considerado aisladamente, sino también el bien de todos los seres humanos en tanto forman conjuntos, agrupamientos. Aquí interviene la virtud de la justicia y se conforma lo que se denomina el Derecho Natural.

La Ley Natural ha sido reconocida, en una u otra forma, por todos los pueblos y culturas. En el pueblo de Israel fue admirablemente codificada (por inspiración divina) en el Decálogo Mosaico. Entre los griegos, es posible constatar la existencia de la noción de Ley Natural en las obras de Sófocles: Antígona se remite, para desobedecer la orden del tirano Creonte, que le prohibía dar sepultura al cuerpo de su hermano, a una ley superior a las leyes dictadas por los hombres. Antígona, ante la pregunta de Creonte “¿Y te atreviste, con todo, a transgredir esa ley?”, le responde: “Sí, porque no fue Zeus quien la promulgó, ni la Justicia, que habita con los dioses subterráneos, definió entre los hombres semejantes leyes. Ni creía yo que tuvieran tanta fuerza tus pregones como para poder quebrantar, siendo mortal, las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Pues no son de hoy ni de ayer, sino que de siempre viven, y nadie sabe cuándo aparecieron. Por la infracción de estas leyes no iba yo, temiendo los caprichos de hombre alguno, a pagar la pena entre los dioses”.

En las obras de los pensadores romanos (Cicerón, Ulpiano) también es posible constatar la existencia de la noción de Ley Natural. “El primero en Roma que se ocupó en distinguir un derecho natural del positivo fue Cicerón”, según refiere Rubén Calderón Bouchet. Y, de acuerdo al mismo autor, Cicerón pensaba que “el derecho positivo tiene que fundarse en el natural para que quede salva la dignidad del hombre y pueda éste tener la seguridad de que los gobiernos respetarán las nobles inclinaciones de su naturaleza, como la religión, la piedad, la misericordia, la justicia, la prudencia y la verdad”. Cicerón se expresa de la siguiente manera: “Existe ciertamente una verdadera ley: la recta razón. Es conforme a la naturaleza, extendida a todos los hombres; es inmutable y eterna; sus órdenes imponen deber; sus prohibiciones apartan de la falta… Es un sacrilegio sustituirla por una ley contraria; está prohibido dejar de aplicar una sola de sus disposiciones; en cuanto a abrogarla enteramente, nadie tiene la posibilidad de ello”. “…sempiterna ley no escrita. Esa ley que ya existía como manera de conducta coesencial al orden de la creación, orientada a estimular las obras buenas e impedir los delitos”.

Séneca, siguiendo a Calderón Bouchet, “también admite la existencia de un derecho natural que extiende hasta el mundo animal”.

“Fueron los juristas Gayo y Ulpiano”, según el mismo autor que estamos citando, “los que establecieron con rigor la diferencia entre el derecho natural y el positivo. Para Gayo el derecho positivo es el que cada pueblo se da a sí mismo. El derecho natural o de gentes se impone a todos los hombres en todas las latitudes”.

“Ulpiano”, siempre según Calderón Bouchet, “trató con mayor rigor la cuestión y aunque distinguió un derecho positivo, un derecho de gentes y un derecho natural, confundió este último con los movimientos de toda naturaleza animada. Por eso incluyó, como Séneca, a los animales dentro del derecho y cuando expuso su concepto del derecho de gentes en verdad dio una definición que puede aplicarse al derecho natural”. Al referirse a la Ley Natural, Ulpiano la define de esta manera: “…es aquello que la naturaleza enseña a todos los animales”.

Las almas de los egipcios muertos se justificaban ante Osiris con esta confesión: “Traigo en mi corazón la verdad y la justicia, pues he arrancado de él todo mal. No he hecho sufrir a los hombres. No he tratado con los malos. No he cometido crímenes. No he hecho trabajar en mi provecho con abuso. No he maltratado a mis servidores. No he blasfemado de los dioses. No he privado al necesitado de lo necesario para la subsistencia. No he hecho llorar. No he matado ni mandado matar. No he tratado de aumentar mis propiedades por medios ilícitos, ni de apropiarme de los campos de otro. No he manipulado las pesas de la balanza. No he mentido. No he difamado. No he escuchado tras las puertas. No he cometido jamás adulterio. He sido siempre casto en la soledad. No he cometido con otros hombres pecados contra la naturaleza. No he faltado jamás al respeto debido a los dioses”.

Estas referencias a fuentes no cristianas deben ser leídas a la luz de la enseñanza del Papa Juan Pablo II. En su Encíclica“Veritatis Splendor” dice, “se trata de razonamientos que acusan o defienden a los paganos en relación con sus comportamientos. El término ‘razonamientos’ evidencia el carácter propio de la conciencia, que es el de ser un juicio moral sobre el hombre o sus actos. Es un juicio de absolución o de condena, según que los actos humanos sean conformes o no con la ley de Dios escrita en el corazón”. Y en la Encíclica “Fides et Ratio” dice: “De hecho, la filosofía nació y se desarrolló desde el momento en que el hombre empezó a interrogarse sobre el porqué de las cosas y su finalidad. De modo y formas diversas, muestra que el deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. Interrogarse sobre el porqué de las cosas es inherente a su razón, aunque las respuestas que se han ido dando se enmarcan en un horizonte que pone en evidencia la complementariedad de las diferentes culturas en las que vive el hombre”.

El eminente psiquiatra Henri Baruk, en un libro esclarecedor titulado “Psiquiatría moral experimental”, en el cual analiza en profundidad las relaciones de la enfermedad mental con la conciencia moral, dice lo siguiente: “Todos estos estudios modernos, muy interesantes por muchos conceptos, han buscado casi siempre disolver la conciencia moral en otras funciones: Ribot confundía la conciencia con la cenestesia; la psicología freudiana la ha desposeído en beneficio del instinto y algunas psicologías mecanicistas la suprimen simplemente. Para muchos, por último, moral es simplemente sinónimo de psíquico. Esta tendencia es especialmente la de Cabanis en sus estudios célebres sobre lo físico y lo moral. De esta manera, se olvida esa facultad esencial y específica del hombre, el juicio de valor del bien y del mal y las reacciones que son el resultado de los actos en este sentido. Algunos piensan que esta facultad es el producto artificial de la educación y la religión. En mi trabajo sobre la conciencia he criticado esta interpretación que no concuerda ni con la historia, ni con la psicología y la psiquiatría comparadas. La educación y la religión han podido desarrollar y perfeccionar la facultad moral, pero esta facultad existía anteriormente y formaba parte de la naturaleza humana”.

Otro eminente psiquiatra, Víctor Frankl, creador de la “Logoterapia”, hace una afirmación coincidente: “Sólo, en efecto, la conciencia puede, como si dijéramos, sintonizar la ley eterna o, por atenernos al concepto ordinario, la ley moral con la respectiva situación concreta de una persona concreta”.

Jesucristo, Verbo Encarnado, resume y perfecciona la Ley Natural en el doble mandamiento del “amor a Dios y al prójimo”. “Jesucristo no abrogó el Decálogo;” –dice Monseñor Adolfo Tortolo- “lo confirmó pero infundiéndole el soplo de una nueva vida”.

Lo contrario a la noción iusnaturalista que hemos expuesto como fundamento de la moral es el “positivismo ético”. Ya en el ámbito del derecho, da lugar al “positivismo jurídico”, cuyo máximo exponente en los tiempos modernos es Hans Kelsen, según el cual las normas del derecho positivo (las leyes sancionadas por la autoridad pública) son las únicas que poseen validez, sin referencia alguna al Orden Natural. Kelsen, por lo tanto, rechaza “a priori” el concepto de “derecho natural”. Esta concepción conduce inexorablemente, más tarde o más temprano, al totalitarismo estatal. Al respecto cabe recordar que hasta las asociaciones delictivas poseen sus propios “códigos morales” (muchas veces impuestos por sus “líderes” o “conductores”, pero también a veces “consensuadas” por sus integrantes), lo cual no implica, por supuesto, que las acciones llevadas a cabo por estos grupos sean “buenas” ni “lícitas”. Lo dicho se aplica también a los sistemas políticos totalitarios, acerca de los cuales la humanidad tiene una triste experiencia, y cuya repetición debe ser evitada por todos los medios posibles. Aunque no es posible negar el condicionamiento cultural de la conciencia moral, tampoco se puede negar, incluso con argumentos históricos, la existencia en el hombre de una libertad moral interior que es indestructible. Condicionar no es sinónimo de determinar. Lo prueba en forma fehaciente el ejemplo de los mártires. Esta libertad interior, persistente aún en situaciones-límite, es afirmada enfáticamente por Víctor Frankl, sobre la base de su experiencia personal en los campos de concentración de la Alemania nacional-socialista. La misma realidad fue constatada por Alexandr Soljenitsin en los campos de concentración de la Rusia comunista.

Algunos pensadores actuales, como Peter Singer, opinan que “no hay que estar con los antiguos principios, sino que hay que inventar nuevos. Así por ejemplo, no hay que estar simplemente por el principio ‘no matarás’, sino por uno nuevo que diga ‘mata solamente que lo decidas libremente y te hagas cargo de todas las consecuencias’. Los principios aducidos se pueden adoptar como principios éticos siempre que cada quien lo decida libremente y se haga cargo de todas sus consecuencias”. Frente a estas insólitas afirmaciones, resulta imposible no plantearse algunos interrogantes: ¿qué sentido tiene, entonces, continuar hablando de “moral”, de “ética”, de “derechos humanos”?. ¿Quién será el encargado de “inventar” los nuevos principios? ¿Cuál será el hipotético fundamento de tales “nuevos principios”? ¿De qué manera se podrá estar seguro acerca de su validez definitiva? ¿No sería preferible hablar, simple y pragmáticamente, de “razón de Estado” (o, si se prefiere, de “razón de Ideología), como ya se ha hecho en los sistemas totalitarios, para tratar de justificar las mayores aberraciones? En diversas oportunidades, Juan Pablo II ha manifestado que “una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia”. Se entiende que se refiere a valores absolutos y objetivos, los únicos posibles, tratándose de valores morales.

Por otra parte, el gran desarrollo científico-técnico que ha tenido lugar en los últimos siglos, ha hecho indispensable poseer un conocimiento cierto de la licitud o ilicitud de las acciones, especialmente de las acciones médicas, que conciernen a la naturaleza biológico-espiritual del ser humano. Esta necesidad, exigida por la circunstancia de la posibilidad cada vez mayor de influir, mediante la ciencia y la técnica, en el ser y en el obrar del ser humano concreto, es la que ha dado lugar al nacimiento y desarrollo de una nueva rama de la ética: la Bioética.

Se puede hacer remontar el origen de la Bioética a un libro escrito en 1891 por Giuseppe Antonelli, titulado “Medicina pastoralis in ussum confessariorum”. También el Papa Pío XII, con sus numerosos discursos sobre temas médicos, puede ser considerado un precursor de la moderna Bioética. “Algunos ponen el origen de la Bioética todavía antes, en el proceso de Nuremberg, 1947, cuando se condena a los criminales nazis por los experimentos genéticos”, dice el Cardenal Javier Lozano Barragán, Presidente del Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud. En 1954, J. Fletcher comienza a tratar cuestiones de Bioética en su libro “Moral and Medicine”, desde un punto de vista “subjetivista”. Este autor concluye afirmando que “no se puede ver en los acontecimientos la norma o voluntad de Dios” y que, por tanto, “cada quien proceda como crea conveniente”. Una conclusión, por cierto, escasamente orientadora desde el punto de vista Bioético.

El Cardenal Lozano Barragán, ya mencionado, señala la existencia actual de dos concepciones contradictorias de la Bioética: 1) la “Bioética cerrada al Trascendente”, y 2) la “Bioética abierta al Trascendente”. Esta dicotomía de la Bioética coincide, en líneas generales, con la anteriormente señalada: la concepción iusnaturalista se corresponde con la “abierta al Trascendente” y la positivista con la “cerrada al Trascendente”. Los pensamientos claves que dan origen a estas dos concepciones contradictorias constituyen lo que se ha denominado la “Metabioética”. En el pensamiento griego, el “hilemorfismo” de Aristóteles conjuga genialmente la movilidad de Heráclito con la inmovilidad de Parménides. Siglos más tarde, Santo Tomás de Aquino, continuando la tradición aristotélica, afirmará que “el ser es lo que es” (o sea, la realidad objetiva), en contraposición a Duns Scoto, quien sostenía que “el ser es lo que puede ser”, es decir, la mera posibilidad. Para el nominalismo de Guillermo de Occam, no existen verdades universales y, como consecuencia, tampoco normas con obligación universal. Ya en el siglo XVII, René Descartes, frente a la disyuntiva:”Porque el ser es, lo pienso”, o bien, “el ser es porque lo pienso”, se inclina por la segunda alternativa, negando así la existencia de una verdad objetiva. El cartesianismo ha impregnado gran parte del pensamiento moderno, y su consecuencia en el terreno de la Ética es la absoluta autonomía del hombre, pasando éste a ser el que en definitiva decide qué es verdadero y qué es falso, qué es bueno y qué es malo. Inmanuel Kant, negando al entendimiento la posibilidad de acceder al “noumeno” (la cosa en sí), completa la obra subjetivista de Descartes, dando lugar, en el campo de la Ética, a una “subjetividad autónoma colectiva”, a la que él denomina “Imperativo Categórico”. Hegel traslada al terreno político esta subjetividad colectiva, afirmando que el Estado es la máxima realización de la “Idea”. Estamos ya en pleno totalitarismo estatal. El próximo paso lo dará Marx, reemplazando la idea hegeliana por la materia (materialismo histórico o dialéctico).

“El pensador cristiano” –dice con suma agudeza Santa Edith Stein- “tiene que percatarse inmediatamente que ese examen de conciencia de la filosofía moderna se refiere a la continuidad del filosofar moderno respecto de los contenidos del pensar de la antigüedad; todo aquello, sin embargo, que está en medio queda completamente oculto en un manto de silencio. Parece como si toda la aspiración a la verdad de los siglos cristianos no hubiera existido o que no hubiera dejado ninguna huella en los esfuerzos espirituales de los últimos siglos. Esta falta de atención es, en sí misma, una característica de la filosofía moderna y es también propio de ella que esta apreciación se le haya escapado incluso respecto de sus propios esfuerzos y autoconocimiento. Es así que el mencionado examen de conciencia exige una complementación que debería verificar hasta qué punto los caminos errados de la filosofía moderna están fundados en el distanciamiento de la mentalidad del medioevo; además, hasta dónde el concepto moderno de naturaleza está condicionado por este distanciamiento. Este examen habrá de disponerse también a analizar con mirada penetrante la filosofía trascendental radical anteriormente propuesta. La referencia a su concepto de ser permite ya reconocer que la confrontación con la doctrina del ser de la “Philosophia perennis” es urgentemente necesaria”.

“También Descartes asume esta concepción – continúa diciendo Santa Edith Stein- y adhiere también al ideal de una filosofía absolutamente completa y racional, pero busca como punto de partida para esta filosofía un fundamento indiscutible por medio de la reflexión al yo pensante, el cual es, sin duda alguna, naturalistamente mal interpretado”.

Pero lo que verdaderamente importa es la conclusión de esta negación de la objetividad de la naturaleza, o sea del ser, en el terreno de la Ética: una ética meramente subjetiva. Según esta manera de pensar, no existe la naturaleza humana. La Medicina, que hasta entonces se encontraba en el campo de lo observable, ahora se mueve en el campo de lo manipulable. El ser humano (el “paciente”)) pasa a ser una especie de plastilina modelable a voluntad. El médico se convierte en un demiurgo omnipotente.

A la Bioética, (a la cual se supone que está vinculado normativamente el accionar científico y tecnológico) le competerá entonces el estudio de las múltiples acciones médicas que el hombre ejerce sobre el hombre, en las cuales está en cuestión la eticidad, moralidad o licitud de las mismas. Así, podemos considerar: la Bioética en relación con la Medicina Clínica y la Cirugía, la Bioética en relación con la Investigación Médica, etc. Sobre todo, la importancia y la necesidad de la Bioética se ha hecho evidente en relación con las cuestiones que conciernen a la sexualidad, a la procreación y, en general, al origen y conservación de la existencia biológica de los seres humanos, individualmente y como especie.

Todo lo expresado anteriormente acerca de la Ética en general, es aplicable también a la Bioética. Es impensable, por lo tanto, una Bioética relativista y subjetivista, “cerrada al Trascendente”. La Ética, por definición, es normativa y no meramente descriptiva. El más elemental sentido común nos dice claramente que una acción humana cualquiera, aunque sea materialmente posible puede, sin embargo, no ser moralmente lícita. En otras palabras, no todo lo que se puede hacer, se debe hacer. La Bioética, en consecuencia, debe iluminar desde arriba las acciones médicas y, además, juzgarlas mediante un juicio de índole moral. Debe respetar la primacía de la ética sobre la técnica y de la persona sobre las cosas. En una palabra: debe basarse en principios absolutos y objetivos, adecuándolos prudencialmente a cada caso particular. Además, debe dejarse iluminar, por sobre toda otra consideración, por la Caridad rectamente entendida. Esto excluye, necesariamente, al eclecticismo (que acepta cualquier criterio en orden a la orientación de la conducta), al historicismo (según el cual la verdad no es la misma en las diversas épocas históricas), al cientificismo (que no acepta otro criterio de verdad que lo experimentable), al pragmatismo (cuyo único criterio es la utilidad, la “relación costo-beneficio”) y, por supuesto, al nihilismo, asumido por la post-modernidad, que supone la renuncia a la capacidad de arribar a verdades objetivas.

Los así llamados “principios” de la Bioética subjetivista (autonomía, beneficencia, justicia), tienen validez en tanto se subordinen a los principios absolutos y objetivos del Orden Natural. A manera de ejemplo, podemos referirnos al llamado “principio de autonomía”, el cual establece que el sujeto debe poder actuar con libertad. Este principio es válido dentro de ciertos límites pero, nos preguntamos: ¿qué pasa con los minusválidos, los niños, los fetos, los embriones, es decir, con todos aquellos que no tienen libertad? ¿O acaso estos seres humanos no deben ser tenidos en cuenta, al aplicar el “principio de autonomía”? En cuanto al “principio de beneficencia”, que establece que se debe hacer el bien a los demás, nada nos dice con certeza acerca de lo que constituye el bien de la persona humana. Si nos referimos al “principio de justicia”, ¿cómo podemos conocer con seguridad lo que corresponde a cada uno? Y nos formulamos una última pregunta: cuando dos de estos “principios” entran en conflicto, ¿cuál de ellos debe prevalecer?

También la ley positiva u ordenamiento jurídico positivo debe subordinarse a los principios del Orden Moral Objetivo: un determinado acto médico intrínsecamente malo (por ser contrario al Orden Natural), no deja de serlo ni se transforma en bueno porque no esté penalizado por una ley positiva. Legal no es sinónimo de moral. “Ley injusta no es ley”, dice Santo Tomás de Aquino. Sería absolutamente absurdo y hasta impensable, por ejemplo, legalizar el robo y el asesinato de seres humanos adultos. No obstante, se habla abiertamente de despenalizar (o “legalizar”) el asesinato de seres humanos aún no nacidos; con el agravante de tratarse de seres humanos inocentes y, además, incapaces de defenderse.

Siendo el campo de la Bioética sumamente amplio, nos limitaremos a enumerar algunas cuestiones específicas.

En el campo de la sexualidad y la procreación, las principales cuestiones que se plantean son: la anticoncepción artificial, la inseminación artificial, la fecundación in vitro, el aborto provocado, la clonación de seres humanos, la manipulación genética, la esterilización química y quirúrgica, la conducta homosexual, el autoerotismo, etc. Hay comportamientos y actos que, independientemente de circunstancias históricas, políticas o culturales, son intrínsecamente malos”.

Inevitablemente, estos comportamientos antinaturales tienen consecuencias negativas en la salud de las sociedades. Dice el médico sanitarista inglés James L. Halliday, en su libro “Medicina Psicosocial” (que lleva como subtítulo: “un estudio de la sociedad enferma”), que “una tendencia ascendente en el índice de infecundidad… puede interpretarse como signo de descenso en la salud psicológica de una comunidad”. Halliday no duda en calificar a Inglaterra como “sociedad enferma”, e incluye entre los índices de enfermedad social que detecta en la sociedad de su país, entre otros, a los siguientes: fecundidad disminuida, pérdida de las diferencias en las características sexuales psicológicas, delincuencia juvenil en ascenso, suicidio en ascenso, hogares “rudamente destrozados”, fragmentación social (por ejemplo, lucha de clases), creciente intrusión de las manifestaciones de lo primitivo y visceral en el arte (por ejemplo, formas abstractas de pintura como el surrealismo, acerca del cual afirma que “las imágenes de su mundo interior son reflejos simbólicos de la desintegración exterior” ), declinación de una fe religiosa vital, es decir, la pérdida del sentido de un origen, de propósito en la vida, de destino cósmico, resurgimiento del espiritismo e importación de la teosofía, etc.

En otras áreas de la medicina y la cirugía, se plantean las cuestiones de la eutanasia, del “encarnizamiento terapéutico”, de la “muerte digna”, etc. La cuestión de la eutanasia está relacionada con el problema de la muerte cerebral y, en consecuencia, con el tema de los transplantes de órganos.

Lamentablemente, la concepción del hombre como unidad sustancial de cuerpo y alma ha tropezado, en la medicina occidental moderna (sobre todo a partir de Descartes), con la actitud opuesta, que tiende a considerar al hombre como un ser dual, escindido entre lo físico y lo psíquico, y a prestar una atención casi exclusiva a la dimensión biológica de la persona. Esta actitud médica, disociadora y reduccionista, tiene su fundamento filosófico en una concepción antropológica racionalista y naturalista, sea ésta cartesiana, kantiana o positivista. Según Pedro Laín Entralgo, “la patología científica de occidente ha sido siempre exclusivamente naturalista, y sólo bajo el nombre de azar ha querido conocer la constitutiva libertad de los movimientos humanos”.

Se hace imprescindible y urgente recuperar para la Medicina y la Bioética un fundamento filosófico diferente al que ha predominado en los últimos siglos, que haga justicia a la realidad del ser humano como persona, como “animal racional” y, por lo tanto, dotado de racionalidad y de libre albedrío, referido este último a un orden moral absoluto y objetivo.

Dice con mucho acierto el Dr. Héctor A. Figini: “La mejor medicina para la sociedad sería aquella que no le imponga la medicalización de sus problemas. Que no pretenda dar significado a la vida a través de explicaciones médicas. Que no insista en que el bien de la medicina es igual al bien de la sociedad. Que no afirme que la salud es el único bien o el más noble”.

Por todo lo dicho, la única base posible y aceptable para una Bioética genuina, es la afirmación categórica de la sacralidad e inviolabilidad de la vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural. Una Bioética basada en la naturaleza del hombre quien, por sobre todas las cosas, en un “ser abierto al Trascendente”.


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